«Los contextos de las palabras van almacenando la historia de todas las épocas, y sus significados impregnan nuestro pensamiento y se interiorizan. Y así las palabras consiguen perpetuarse, sumando lentamente las connotaciones de cuantas culturas las hayan utilizado» (Alex Grijelmo: La seducción de las palabras)

«Las sociedades humanas, como los linajes animales y vegetales, tienen su historia;
su pasado pesa sobre su presente y condiciona su futuro» (Pierre P. Grassé: El hombre, ese dios en miniatura)

1 ago 2012

Origen de los nombres de las personas, los apellidos y los motes



Hasta los siglos XI-XII todo individuo era designado por un solo nombre, el nombre de pila según la costumbre de los invasores "bárbaros" que habían abolido el sistema de nombres romano. Desde el s.V, en que se desmorona el Imperio, hasta entonces, es posible que la identificación precisa fuese menos necesaria dado lo raro de los intercambios y circulación de los hombres y el escaso tamaño de las poblaciones, lo cual favorecía las relaciones de conocimiento mutuo y facilitaba la leva directa de hombres y armas y la recaudación de impuestos, según veremos más abajo.
Pero al aumentar la población, demasiados individuos llevaban el mismo nombre, debido al empobrecimiento del acervo lingüístico, a la sedentarización de la nobleza y a la formación de "casas" (domus) o "villas", supervivencias romanas que atendían a una residencia común, y de la cual los nobles herederos llevaban el apelativo.

Así, introducido en la aristocracia desde el siglo XI, el nombre doble (nombre seguido de un apellido distintivo) se extendió, sobre todo en el siglo siguiente al resto de la sociedad aunque, en determinadas regiones más aisladas y rurales, el nombre único se siguió usando aún durante varios siglos.

De este modo, a partir de los siglos XI y XII, bajo la influencia de la fuerza adquirida por las ciudades bajo el poder de la Iglesia, en competencia con la encastillada nobleza campestre (esa lucha de facciones nobiliarias que se conoce como Primer Renacimiento), los individuos del común empezaron a tomar también un "apellido" ligado a un lugar determinado, quizá a una característica física, a una actividad profesional o artesanal, o a un nombre de persona noble al cual estaba sujeto.






En la presente entrada recorreremos bastante esquemáticamente (aunque no lo parezca) las vicisitudes históricas de algo que hoy nos parece tan burocráticamente elemental. Su contenido ha sido desgajado y ampliado a partir de su primitivo contexto, aquella entrada en la que nos ocupamos, a su vez, de las vicisitudes históricas de La familia y el servicio.

(Sobre estas líneas, Your Needs Met (6), y bajo ellas, Studies and Sketches (11), dos obras de David LaChapelle)





CONTENIDO:

1 Nombre y Persona (dos conceptos engañosamente elementales)
2 Nombres personalizados (el nombre según la clase social)
3 La Imposición del Nombre (antecedentes del bautismo y el registro civil)
4 El Tabú del Nombre (el poder del nombre)
5 Del Documento Nacional de Identidad (sobre el control social)
6 Apellidos familiares (sobre el control burocrático)
7 Un Linaje ibérico, los Pachecos (ejemplo práctico de formación de apellidos)
8 Motes familiares (el apodo como símbolo de fama)
9 Cosas de chicas...! (la mujer, ausente en la Antigüedad)






1 Nombre y Persona
Hoy resulta una simpleza el enunciar que los nombres (con sus correspondientes apellidos) identifican o distinguen a las personas unas de otras, de tal forma que cada persona se las apaña para tener un apelativo diferente al de los demás. Es decir, evidente: una persona, un nombre.
Pero nada en esta vida es tan simple como parece. Y en este caso, muchísimo menos aún. Si el aparentemente sencillo sistema nombre-apellido, como hemos empezado a comentar, se tomó para su desarrollo setecientos u ochocientos años, el concepto de persona, el "invento" de la persona no le anduvo a la zaga.

A simple vista, hoy nos parece plausible que la idea de persona pudo muy bien desarrollarse simplemente a partir de la generalización del concepto del ciudadano griego. Pero no fue así, sino de una manera mucho más sinuosa y sorprendente, pues el ciudadano fue un ente exclusivamente político que nació en Grecia y murió con Roma sin que la "persona humana" llegara a florecer en ninguna de las ramas del frondoso árbol de la jurisprudencia (tal y como podemos comprobar con la cita que cierra este punto: un erudito romano del s.II, Gelio, aplaude una "ingeniosa y docta" etimología para la persona, es decir, para la máscara teatral y no para la persona humana, concepto inexistente en aquella época). La persona humana ya no lograría resucitar sino con la Revolución Francesa. Así pues para ser concisos y claros nos atendremos a la descripción más elegante que hemos encontrado, la de José Ferrater Mora:

«El término latino persona tiene, entre otros significados, el mismo que la voz griega prósopon ―de la cual se estima a veces que deriva el primero―, es decir, el significado de "máscara". Se trata de la máscara que cubría el rostro de un actor teatral, sobre todo en la tragedia. Persona es "el personaje",  y por eso los "personajes" de la obra teatral son personas de un drama.
A veces se hace derivar persona del verbo personare, "sonar a través de algo" ―de un orificio o concavidad―, "hacer resonar la voz", como la hacía resonar el actor a través de la máscara. El actor "enmascarado" es, así, alguien "personado"...

… Se ha discutido si los griegos tuvieron o no una idea de la persona en cuanto "personalidad humana". La posición que se adopta al respecto suele ser negativa…, si bien algunos, como Sócrates, tuvieron algo así como una intuición del hecho del hombre como personalidad que trasciende su ser  como "parte del cosmos" o "miembro del Estado-ciudad".
… Pero la noción de persona fue elaborada dentro del pensamiento cristiano, por lo menos en los comienzos, en términos teológicos, en el Concilio de Nicea, de 325, dentro de la cuestión de la relación entre "naturaleza" y "persona" en Cristo… Aunque uno de los primeros autores que desarrolló plenamente la noción de persona, de tal suerte que podía usarse para referirse (sin confundirlos) a la Trinidad (las "tres personas") y al ser humano, fue san Agustín, (354-430)…» (Diccionario de Filosofía, p. 2759).


Añadiremos, ya puestos, que la Real Academia dice que el latín persona viene del etrusco 'phersu', y éste del griego 'prósopon'. Sin embargo, hacemos constar el criterio de la Hispanoteca  en el sentido de que «teniendo en cuenta que los romanos tomaron del teatro griego la máscara como requisito escénico, lo más probable es que la palabra etrusca u osca phersu sea un préstamo de una palabra griega que no puede ser prósopon por razones fonéticas y semánticas.
FranzAltheim llega a la conclusión de que la palabra etrusca phersu tiene que venir del griego Persephóne, que designaría originariamente en etrusco la personificación de un dios del inframundo o infierno que guiaba a las almas al Hades. Persona en latín significaría "pequeño phersu", "máscara" como parte del disfraz…»

(Sobre estas líneas, actores representados en una ánfora griega del siglo -V; derecha, Your Needs Met (5), de David LaChapelle; izquierda, copia romana del s.II de un relieve griego del s. -III representando a Menandro ~tomado del aconsejable Así vivían en la antigua Grecia, de Raquel López Melero)

«De modo ingenioso y docto, por Hércules, interpreta Gavio Baso, en los libros que compuso Acerca del origen de los nombres, de dónde tomó su nombre la persona [la máscara]; en efecto, conjetura que ese vocablo ha sido formado a partir de personare (resonar):
Pues la cabeza y la boca ~dice~, por doquier taponados por la cobertura de la máscara, y solamente abiertas en una vía única para emitir la voz, la cual vía no es vaga ni difusa, impulsan la voz condensada y concentrada hacia una salida única y hacen más claros y canoros los sonidos. Por consiguiente, aquel revestimiento del rostro, porque hace que la voz se aclare y resuene, por esa causa ha sido llamada persona, con una o más larga a causa de la forma del vocablo» (Aulo Gelio, siglo II: Noches áticas)




2 Nombres personalizados
«El nombre de pila identifica a la persona y se convierte en compañero inseparable desde el bautismo y además se convierte en la primera garantía de salvación en las sociedades que subordinaban todo su quehacer a la vida eterna… Se creía firmemente que con la imposición del nombre en el sacramento del bautismo se establecía cierta relación feudal entre los bautizados y sus protectores sobrenaturales, obligando a éstos últimos a cuidar de sus vasallos…» (J. Manuel de Bernardo Ares, y otros: Recuperar la Historia. Recuperar la Memoria).

Naturalmente esta "relación feudal" que se menciona en la anterior cita es prolongación, y transmisión cultural, del patronazgo que los antiguos ciudadanos romanos ejercían sobre sus esclavos liberados, los llamados libertos. Al ser manumitido, el liberto permanecía en la clientela (la familia es el origen de la empresa) de su antiguo amo, cuya condición (por ejemplo, la ciudadanía romana) y nombre adquiría. Del mismo modo le ligaban a él determinados derechos y obligaciones, y su antiguo amo se convertía en su patronus, patrono y también patrón ("tipo o modelo de algo que se toma como ejemplo", dice el diccionario en términos generales; hay que ver lo que hace el dinero); y patrona, que no matrona, se denominaba a la "galera inmediatamente inferior en dignidad a la capitana de una escuadra". Pero hablemos ya de una vez de la identificación oficial romana.

Para no disertar en abstracto-erudito sobre algo que se puede entender mucho mejor en el ejemplo concreto-campechano, digamos que, para no ir más lejos, la identificación completa de nada más y nada menos que Julio César (busto sobre estas líneas) era Cayo Julio César: Cayo ('prenomen' o nombre propio), Julio ('nomen' o designación de su tribu o gens) y César ('cognomen' o apodo con el que normalmente le "apelaba'', le llamaba, la gente). Así que si algún día alguien les aborda maleducadamente en plena calle micrófono en ristre (suele ser un entrevistador televisivo tocapelotas que ridiculiza a la gente simulando encuestarla, como si él supiera algo de algo) con la pregunta de "cuál era el nombre propio de Julio César, si Julio o si César", ya lo saben: la respuesta es Cayo. De nada.

Los romanos sólo ponían nombres, digamos, propios a los cuatro primeros hijos, unos nombres, por otra parte, de los que tampoco había mucha variedad donde elegir en el conjunto de la población. Hay que tener en cuenta que la escritura no era de uso generalizado ni mucho menos, y la memoria ya estaba sobrecargada en demasía como para quedarse con el nombre de unos churumbeles que no paran quietos por casa (derecha, foto de Pawel Kopcznski).
Así que en cuanto asomaba por la puerta del paritorio la naricilla del quinto hijo le llamaban simplemente Quinto, Quintus, "el quinto", Sexto al número seis, y así etcétera. Incluso existía el apelativo Numerio, Numerius, "el numeroso", cuando la prole se empezaba a salir del tiesto y decidíase cerrar el grifo. Solía ser el vástago undécimo pues no se recuerdan ordinales mayores a Décimo. Consecuencias de contar sólo con diez dedos.
Sin embargo, si bien este sistema funcionó primitivamente, el éxito en la vida de muchos de aquellos vástagos aritméticos confirió prestigio propio a tan almacenero estilo, llegando un momento en que los ordinales se convirtieron en ordinarios y corrientes. Así tenemos que Sextus Julio César, tío del Julio César de las películas, era el primero de sus cuatro hermanos. Incluso se impusieron nombres como Primus o Secundus, aunque no hemos podido localizar a ningún Tertius ni Cuartus en la guía telefónica del Capitolio.
Hay numerosos numerarios famosos: el poeta Quintus Horatius Flaccus (imagen izquierda), Sextus Pompeius Magnus ―hijo del gran Pompeyo― o el gramático Nonius Marcelus (sincopa de novenus), así como en el poeta satírico Juvenal, que en realidad se llamaba Decimus Junius Juvenalis, el inolvidable Octavio César Augusto, hijo adoptivo de Julio César, o el emperador Septimio Severo.

En cuanto a los esclavos romanos, ocurría que en los primeros tiempos ni siquiera tenían nombre; se les conocía, por ejemplo, como Caipor, Lucipor o Marcipor, es decir, 'Caii puer', 'Lucii puer' o 'Marci puer', o sea, en castellano, con el genitivo de sus amos (seguidos de 'puer', chico, muchacho), "el chico de Cayo", "el chico de Lucio" o "el chico de Marco". Esto ocurría al principio de la República, cuando el número de esclavos era bastante escaso; posteriormente, ante la superabundancia de mano esclava, hubo que distinguirlos con una denominación más precisa; consistía ésta en un solo apelativo al que seguía el genitivo del nombre de su amo, por ejemplo, Felix Antonii, es decir, "Félix el de Antonio".


También es significativo al respecto, que los cuatro primeros meses del año romano primitivo ―el llamado "año de Rómulo", que constaba sólo de diez meses, con 304 días― eran los únicos que tenían nombres particulares relativos todos ellos a dioses ―Martius, Aprilis, Maius, Junius―, porque a partir del quinto los nombres de los meses no eran sino números de orden: Quintilis, Sextilis, September, October, November, December.
Julio César, aprovechando los ajustes a que sometió el calendario, tuvo la osadía de poner su propio apellido, Julius, al mes de Quintilis como si de una divinidad más se tratase (fue uno de tantos detalles de endiosamiento que le costaron la vida durante los Idus de marzo; representación decimonónica de su asesinato, bajo estas líneas); lo propio hizo Augusto con el mes de Sextilis, al que sustituyó por su apodo personal, Augustus; nadie más en la historia se ha atrevido a tanto... Pero más vale dejar el tema del calendario para otra ocasión.



La Imposición del Nombre
En nuestra cultura la imposición del nombre se efectúa dentro de un ritual prolongación del prescrito en el hebraísmo. Bautismo deriva del griego 'baptízo', zambullir, y los judíos verdaderamente zambullían a los neófitos. Si será acuático el término, que anteriormente al s.XVII popularmente no se decía bautizar sino batear y bateo (J. Corominas). El bautismo cristiano, como tantos otros ritos, se desarrolla dentro de unas formas intermedias entre el bautismo judaico y la imposición de nombre romana.
Esta imposición de nombre romana se efectuaba a los ocho días del alumbramiento, si era varón, y los nueve si era niña; entonces, el paterfamilias esperaba muy tieso él delante del altar familiar a que le trajeran la criatura, que era depositada a sus pies; si se dignaba a recoger el bulto y ponerlo sobre el altar, el neonato era aceptado y le imponía un nombre; en caso negativo, el paquetito era expuesto, es decir, se le sacaba a la basura, y a otra cosa, mariposa (en teoría legal, había que depositarlo al pie de la columna lactaria, situada delante del templo de la Pietas, pero la literatura latina nos muestra que no era lo más frecuente).
Con el habilidoso detalle del día de diferencia entre la presentación de niños y niñas, el pater no tenía ni que molestarse en echar una ojeada al envoltorio con el producto del parto. Prácticos los romanos.

Podía ocurrir, y de hecho ocurría, que las criaturas expuestas (a la intemperie y a la utilidad ajena) fueran recogidas por extraños para someterlas a la esclavitud, o a la mendicidad tras causarles, eso sí, alguna deformidad, amputación o fractura a fin de provocar lástima. Así pues, no eran demasiado extraños nombres como Proyecto o Proyéctico, que significan "Tirado" o "Arrojado", o bien Estercorio, "Abandonado en un estercolero". Un chiquitín de tal nombre, recogido por alguien de los Flavios, le echó un par a la vida y logró, como liberto, llegar a administrador militar del Danubio: Flavio Estercorio, se llamaba. Salud.

(Derecha, unos querubines de William Blake)
 
El propio Cicerón dice en uno de sus escritos: «Sea muerto enseguida el niño deforme, según lo dispone la Ley de las XII Tablas». Lo cual no quiere decir que fueran la única cultura que exponía o mataba a los bebés no deseados; simplemente eran más burocráticamente "radicales" que los demás pueblos. La exposición a la intemperie el abandono o el descuido deliberado hasta la muerte han sido unas prácticas de control natalicio absolutamente generales de la humanidad a lo largo de los tiempos.

Los griegos, sin ir más lejos, cuando nacía un hijo bien venido exteriorizaban la alegría colocando en la puerta de la casa una rama de olivo si era varón, y una cinta de lana si era hembra. Al quinto día del nacimiento se celebraba una fiesta familiar, las Anfidromias, en la que el padre corría alrededor del fuego con el bebé en brazos, mostrándolo a los familiares allí reunidos e imponiéndole entonces el nombre; tras esta fiesta ya no se podía exponer al bebé. Cinco días después (no antes, pues muchos niños morían a la semana) se celebraba una nueva fiesta, con banquete y sacrificio ritual, para presentar a la criatura al pueblo en general, y mediante la cual esta quedaba consagrada como legítima.
.Más humanos que los romanos, cuando el bebé era rechazado, se le abandonaba colocado en una vasija de barro como urna funeraria; como en el caso romano, no siempre debía morir: aparte de su posible destino esclavo, la necesidad imperiosa de ser madre para sobrevivir en la machista sociedad griega llevaba a veces a las esposas estériles a fingir embarazos y a asumir como suyo a algún niño abandonado.

En el caso particular de Tebas, ciudad-estado situada al norte de Atenas y vecina y rival de ella, su legislación al respecto era considerada por un escritor romano del s.II como "entre las más justas y humanas":
«...puesto que no se permite a ningún tebano exponer a un recién nacido ni arrojarlo a un paraje desierto, ya sea varón o hembra. Pero si el padre fuera extremadamente pobre, puede llevarlo ante los magistrados inmediatamente después del parto envuelto en sus pañales. Los magistrados se encargan de él y entregan la criatura a quien acepta la indemnización más baja. Con él se establece un contrato: criará al recién nacido y, cuando haya crecido, lo utilizará como esclavo, recibiendo sus servicios en compensación por los gastos de crianza» (Claudio Eliano: Historia varia).

(Izquierda, niño esclavo sesteando a la espera de su amo)

No obstante, tanta humanidad y justicia parecen estar más bien relacionadas con situaciones que tienen que ver con una baja demografía; nada de extrañar teniendo en cuenta las sangrientas guerras constantes que las inquietas ciudades-estado helenas mantenían entre sí. He aquí otra de las medidas "justas y humanas", esta vez en sentido positivo, de Esparta:
«Hay una ley entre los espartanos según la cual quien haya engendrado a tres hijos está exento de los servicios de armas, y quien tenga cinco está libre de todos los servicios al Estado, además de poder casar a sus hijas sin dote» (Claudio Eliano: Historia varia).

El varón primogénito solía recibir el nombre del abuelo, que se completaba con el del padre (Agatocles, hijo de Licaón). Los nombres griegos solían ser apelativos compuestos vinculados a alguna divinidad o con alguna virtud: Diógenes, "Del linaje de Zeus"; Teodoro, "Regalo de los dioses"; Pericles, "Rodeado de gloria; Apeles, "Consejero del pueblo"; Apolinar, "Consagrado a Apolo"; Aniceto, "Invicto"; Andrés, o más bien Andros, "Viril"; Ambrosio, "Inmortal"; Anastasio, "El que tiene fuerza para resucitar"…
Los nombres romanos seguían parecida pauta, con la diferencia de que no se quebraban demasiado la cabeza a la hora de inventarlos; así pues, el "santoral" romano era bastante reducido y con pocas florituras: Lucio, "Luminoso", Publio, "Perteneciente al pueblo", Cayo, distorsión de Gayo, "Alegre", Marco, "Varonil", Valerio, "Sano"...


El Tabú del Nombre
«En las tribus de Australia central, todos los hombres, mujeres y niños, además de su nombre personal, que es de uso corriente, tienen otro nombre secreto o sagrado que les es conferido por los mayores poco después del nacimiento y que sólo conocen los miembros totalmente iniciados del grupo. Este secreto nace en gran parte de la creencia de que si algún enemigo conociera el nombre, podría de algún modo usarlo mágicamente en su detrimento…

Entre los baganla del Alto Congo, mientras un hombre está de pesca o volviendo de ella, su nombre queda en suspenso y nadie puede mencionarlo. Cualquiera que sea el nombre del pescador, será llamado mwele sin distinción. La razón es que el río está lleno de espíritus que si oyeran el verdadero nombre del pescador podrían obrar contra él para que no pescase más que algún pez o ninguno…

También existe una repugnancia parecida a mencionar los nombres de los muertos, la cual se refiere de pueblos tan distantes unos de otros como los samoyedos de Siberia y los todas de la India meridional; los mongoles de Tartaria y los tuaregs del Sahara; los ainos del Japón y los akamba y nandis del África oriental; los tinguianos de las Filipinas y los habitantes de las islas de Nicobar, de Borneo, de Madagascar y de Tasmania. En todos los casos, aunque no se exprese taxativamente, el motivo fundamental de esta omisión es probablemente el miedo a los espíritus…» (James G. Fraser: La rama dorada)
 
 
El poder mágico del nombre ha estado anclado, en realidad, en la remota prehistoria de todos nosotros. Y en la no tan remota historia también; cada egipcio, por ejemplo, recibía dos nombres, conocidos respectivamente como el nombre verdadero y el nombre "onomástico" (del griego 'ónoma', equivalente del latino 'nomen', origen de nombre), o el nombre grande y el pequeño; mientras el "onomástico" o pequeño era público, el verdadero o grande parece que se ocultaba cuidadosamente.
Así que es altamente posible que estos terrores mágicos estén en la raíz de la existencia y en la persistencia de los apodos, pues los romanos eran bastante religiosos, perdón, supersticiosos quiero decir. En la mayoría de las culturas primitivas, actuales o pasadas, cuando se juzga necesario mantener secreto el nombre verdadero de alguien se le suele llamar por su sobrenombre o apodo. Estos nombres secundarios y distintos de los verdaderos o primarios, son ciertamente estimados como no participantes del nombre mismo, por lo que pueden usarse libremente y divulgarlos por todas partes sin que peligre la seguridad de nadie.

(Cuatro obras de David LaChapelle: sobre estas líneas, izquierda, Facility of Movement (7), derecha, Angels, Saints and Martyrs (3); bajo ellas, izquierda, Amanda, addicted to diamonds (3), derecha, Gaia (2))

Y es que conocer el nombre de una persona, humana o divina, significaba apoderarse de ella, descubrir sus poderes y apoderarse de ellos:

«Isis, según una leyenda, anteriormente a diosa era una mujer de poderosa palabra, es decir una maga hechicera, hastiada del mundo de los hombres y ansiosa del mundo de los dioses. Ella meditó en su corazón, diciéndose: ¿Por qué no puedo, por la virtud del gran nombre de Ra, hacerme diosa y reinar lo mismo que él en el cielo y en la tierra? Porque Ra tenía muchos nombres, pero el gran nombre que le daba poder sobre todos los otros dioses y sobre los hombres, sólo era conocido por él mismo…

Así que un día Isis amasó una serpiente con barro y saliva de Ra y consiguió que ésta mordiera al Dios, el cual se iba quemando por dentro mientras la maga Isis le aseguraba que no podría sacarle el veneno mientras no supiera su nombre secreto, su verdadero nombre…
Ra respondió: "He creado los cielos y la tierra. He ordenado surgir las montañas. He hecho el grande y ancho mar. He tendido como una cortina los dos horizontes. Soy quien abre sus ojos, y hay luz, y quien los cierra, y todo es oscuridad. A mi mandato, el Nilo se desborda, pero los dioses no saben mi nombre; Khepera en la mañana, Ra mediodía, Tum en la tarde"…

Pero la ponzoña no se le quitó. Y el dios dijo: "Consiento que Isis busque dentro de mí y que mi Nombre pase de mi pecho al suyo." Entonces el dios se ocultó de los demás dioses y su lugar en la barca de la eternidad quedó vacío. Así le fue quitado al gran dios su nombre e Isis la hechicera habló: "Fluye fuera, ponzoña, ¡sal de Ra! Soy Yo, Yo misma la que vence al veneno y lo tira al suelo; porque el nombre del gran dios le ha sido arrebatado a él. Deja a Ra vivir y que muera el veneno." Así habló la gran Isis, la reina de los dioses, la que conoce a Ra y su nombre verdadero».(James G. Fraser: La rama dorada)

Intentos semejantes a los de Isis para apropiarse el poder de un gran dios, apoderándose de su nombre, fueron llevados a cabo por cada mago egipcio, todos ellos aspiraron a ejercer poderes semejantes por medios similares.




Contemporáneo del mito anterior, y más conocido que aquél, tenemos el de Lilith y el Nombre de Jehová, que ya recogimos en El eterno retorno de Lilith:
«Durante su cautiverio en Babilonia, los hebreos adaptaron y adoptaron muchos de los mitos, creencias, tradiciones y leyendas sumerios, acadios y babilónicos entre ellos el de Lilit, a quien erigieron como personificación de la maldad femenina.
Según el mito hebreo, Dios creó a Lilit del mismo polvo que a Adán, aunque utilizó además sedimento [estiércol, por decirlo un poco menos finamente]:
"Adán y Lilit nunca hallaron armonía juntos, pues cuando él deseaba yacer con ella, Lilit se sentía ofendida por la postura reclinada que él exigía [a la izquierda, una figurilla prehistórica muestra pedagógicamente cómo se hacen las cosas bien hechas]. '¿Por qué he de yacer debajo de ti? ―preguntaba― Yo también fui hecha con polvo y, por tanto, soy tu igual'. Como Adán trató de obligarla a obedecer, pronunció el nombre mágico de Dios, se elevó por los aires y lo abandonó".

Adán se quejó de la insubordinación y Jehová envió tres ángeles a buscarla. La encontraron en el Mar Rojo y le ordenaron que regresara, ella se negó argumentando que ya había tenido varias aventuras amorosas con hombres y demonios. A partir de entonces se convirtió en un caudal de males para el hombre [como ilustra la imagen derecha, de Nastassja Kinski en plan Lilith yacente, imaginada por Richard Avedon].


Estamos, pues, ante una deidad que incluso podría ser superior en conocimiento y poder al mismo Jehová, pues es capaz de pronunciar el nombre oculto del Dios hebreo (según idealización en imagen bajo estas líneas). Recordemos que el nombre mágico contiene la esencia del individuo, y quien lo pronuncia se convierte en poseedor no sólo de la voluntad sino del espíritu del nombrado. Y Lilit podía hacerlo con Jehová, lo que tal vez no ocurría a la inversa.
Por último, en la relación sexual, sabedora de su superioridad, Lilit se niega a ocupar una posición de sometimiento ante Adán. Pero no sólo eso, cuando Dios envía a los ángeles, negocia con ellos y se rebela al poder divino. A partir de ese momento es una deidad libre, sin yugos de ninguna especie. No obstante, el poder patriarcal no lo puede permitir, pues sentaría precedentes extraordinariamente negativos entre las mujeres. Es así como empieza a tejerse su leyenda negra…» (Rosa Mendoza Valencia: Lilith:el arriba y el abajo).


En la Grecia antigua los nombres de los sacerdotes y otros grandes personajes que tenían intervención en la ejecución de los misterios eleusinos no se pronunciaban mientras vivían. Pronunciarlos era una infracción de la ley, porque ellos habían llegado a ser anónimos, perdiendo sus anteriores nombres y adquiriendo nuevos y sagrados títulos.
De dos inscripciones encontradas en Eleusis aparece que los nombres de los sacerdotes se confiaban a las profundidades del mar; es probable que se grabaran en tablillas de bronce o plomo que después arrojaban a las aguas profundas del Golfo de Salamina.

Pero también creían que el nombre común confería suerte o desgracia a su poseedor, algo que hoy sigue vigente, por cierto, si interpretamos correctamente las largas y reñidas deliberaciones familiares ante la noticia de cualquier embarazo. Los griegos creían incluso que esa suerte era extensible a quienes entraban en contacto, según nos hace saber Cicerón, augur oficial él mismo desde el año -53:

«Así también, cuando los jefes inspeccionaban una colonia, el general de su ejército, en la enumeración del pueblo por el censor se elegía, para llevar las víctimas de ofrenda a los dioses, hombres que tuviesen buenos nombres...»

Y a renglón seguido, Cicerón, en boca de su interlocutor, su hermano Quinto, reconoce que los romanos todavía seguían guiándose por ese criterio:

«...En los alistamientos cuidan los cónsules de inscribir a la cabeza algún soldado que tenga nombre de buen agüero, regla que tú has observado religiosamente como cónsul y jefe del ejército» (Cicerón: La adivinación)


(Colgante amuleto romano hallado en las inmediaciones de Lancia, León, y perteneciente al Museo Arqueológico de León; imagen tomada del interesante y documentado Blog Lo Invisible en el Arte)




La creencia en la virtud mágica de los nombres divinos no sólo fue compartida por los romanos, sino llevada al extremismo. Cuando emprendían el asedio de una plaza, los sacerdotes romanos se dirigían a la deidad guardiana de la ciudad con oraciones o conjuros, invitándola a abandonar la ciudad sitiada y venir a los romanos, que la tratarían tan bien o mejor que pudiera haberlo sido en su antigua patria. Por eso, el nombre de la deidad protectora de Roma se conservaba en profundo secreto por miedo a que los enemigos de la república pudieran atraerla de igual modo que los romanos habían inducido a muchos dioses a desertar como ratas, en días de desgracia, de las ciudades que los habían acogido en días de fortuna.
No sólo el nombre verdadero de la deidad protectora, sino el nombre secreto de la ciudad mismo (el de ROMA era tan fácil como AMOR) quedaban guardados en el misterio y no podían ser nunca pronunciados ni aun en los ritos sagrados. Un tribuno de la plebe llamado Quinto Valerio Sorano (el primer autor, por cierto, que introdujo el índice en un libro), quien se atrevió a divulgar el secreto inapreciable del nombre oculto de Roma (en una obra titulada Epoptides), fue muerto o terminó de muy mala manera en el año 82.
De igual modo, parece que los antiguos asirios tenían prohibida la mención de los nombres místicos de sus ciudades y hasta los tiempos modernos los cheremís del Cáucaso mantienen secretos, por motivos supersticiosos, los nombres de sus aldeas comunales. (James G. Fraser: La rama dorada).

 
«Casi todos los nombres africanos tienen un significado. Algunos señalan la ocasión del nacimiento de la criatura. Así, si un niño nace durante la estación de las lluvias, se le puede dar el nombre que significa lluvia o agua; si la madre está de viaje cuando le llega el momento del parto, al recién nacido se le puede imponer el nombre viajero, camino o forastero; si nace durante tiempos difíciles, puede llevar el nombre dolor o alguno parecido» (Misioneros Combonianos: Museo de África)


5 Del Documento Nacional de Identidad
«Identificar a alguien es establecer las características propias de una persona con el fin de demostrar su singularidad y su carácter único: identificar es "singularizar". También consiste en distinguir a un individuo de otro, es decir, "diferenciarlos". Y por último, es comparar unos datos y unas características conocidas y determinadas con una persona, para asegurarse de que es la misma en un momento u otro y en un lugar y otro:
Identificar es "reconocer"… Puede tratarse de contabilizar a los soldados de un ejército, los habitantes de un territorio, distinguir los ciudadanos de los extranjeros, controlar el acceso a las ciudades, organizar la exacción de impuestos, asegurar el reparto igualitario de los derechos… las operaciones de identificación remiten a una multitud de objetivos y funciones.

Existen para cada época formas específicas de identificación, maneras de contar y de garantizar la identidad de las personas que estructuran la organización social. La singularización de las personas, el reconocimiento de los miembros de una comunidad y los extranjeros, la presentación propia mediante el nombre, el signo, el vestido, el documento iconográfico o escrito, otros tantos elementos cuyas relaciones en un momento dado forman una configuración particular, eso es lo que se puede llamar un "régimen de identificación".

En las sociedades llamadas "tradicionales", sin escritura, fundadas sobre la oralidad y el conocimiento mutuo, la identificación de los individuos reposa sobre las relaciones cara a cara y la memoria del grupo local y familiar. A la inversa, cuanto más se desplazan los hombres, más se separan del grupo social y familiar y más imperativo se vuelve recurrir a las técnicas de identificación a distancia que se apoyan en lo escrito» (Ilsen About y Vicent Denis: Historia de la identificación de las personas)


La puntillosa identificación personal romana, de la que hemos tratado arriba, estaba motivada por el desmesurado auge adquirido por Roma y la burocratización que aquello supuso… y por los privilegios disfrutados por sus ciudadanos, unos privilegios que tenían que estar justificados por la antigüedad de la familia, es decir por la fama y autenticidad de las familias de los padres fundadores (patria deriva de padre, y no a la inversa).
Aunque se parece bastante al sistema actual, fue un método excepcional y único que se perdió con la barbarización, al esfumarse con ella el motivo de su aparición: la desmesura del Estado-ciudad y los privilegios de la ciudadanía con su transmisión hereditaria.
El que ni siquiera Grecia conociese algo parecido (cada ciudadano gozaba de un apelativo personal único y diferente e intransferible), a pesar de que la ciudadanía de sus polis gozaba de privilegios similares a la romana, se debía al tamaño "humano" de sus ciudades: en las polis todo el mundo tenía memorizada la historia familiar de todo el mundo… como sigue pasando hoy en nuestros pueblos. Como dice el maestro Graves: «El centro de la vida griega —incluso en Esparta, donde la familia estaba subordinada al Estado— era el hogar doméstico, considerado también como altar de los sacrificios. Hestia, como su diosa, representaba la seguridad y la felicidad personales y el sagrado deber de la hospitalidad». (Robert Graves: Los mitos griegos)

De hecho, por muy poco Roma no llegó a inventar el DNI o Documento Nacional de Identidad propiamente dicho, le faltó el canto de un sestercio, y hubiera llegado a ello de no ser porque la burbuja imperialista le explotó en la cara justo a tiempo. Estamos hablando de la tésera: «(Del lat. 'tessera', y éste del gr. 'tžssera', neutro de 'tžsserej' cuatro). En la antigua Roma, pieza lisa o en forma de dado que se usaba como contraseña, distinción honorífica o prenda de un pacto, según lo especificado en las inscripciones grabadas en ella… ».
Aunque su nombre corresponde al de una pieza cuadrada o cúbica, podía tener las formas más diversas. Fue usada por la mayoría de los pueblos antiguos como contraseña, distinción honorífica, justificante de derechos reconocidos, prenda de un pacto ―como compraventas o repartos de tierras― o sello de amistad, pero en Roma adquirió una importancia y extensión acordes con las del Imperio. Por ejemplo, y como suele ocurrir con cualquier buena idea, tuvieron una importante función en el ámbito militar, llevando órdenes o contraseñas. Incluso había un oficial encargado de las téseras, el tesserarius, quien aparte de responsabilizarse de se control, también era especialista en la estrategia de manipularlas para engañar y confundir al enemigo.
De acuerdo a su función recibía diferentes nombres, la tessera: la de hospitalidad ('tessera hospitalis') creaba un lazo de obligación hospitalaria entre dos individuos; la militar ('tessera militaris') venía a ser como una cédula de identidad del soldado que la poseía; la frumentaria ('tessera frumentaria') daba a su poseedor el derecho a recibir la donación gratuita de trigo que en ella se indicase; la teatral ('tessera theatralis') era una invitación para los espectáculos escénicos; la del gladiador ('tessera gladiatoría') era la que llevaba éste colgada a guisa de chapa de identificación; y la del convidado ('tessera convivalís') significaba la invitación a un banquete.


Apellidos familiares
« APELAR.- h. 1300. Tom. del lat. 'appelare' 'dirigir la palabra', 'apelar', 'llamar (a alguno)'.
Deriv. 'Apellidar' h. 1295, del lat. 'appellitare' 'llamar repetidamente'; 'apellido', 942, en sentido especial 'nombre de familia' no se encuentra hasta el s.XV.» (Joan Corominas: Diccionario Etimológico)

El término apellido se empleó en los estados cristianos de la Reconquista para designar a todo pregón o llamamiento en orden a congregar a los vecinos de un lugar, generalmente con fines defensivos. En los fueros de cada localidad se solía especificar la forma de llevarlo a cabo y las sanciones correspondientes en caso de incumplimiento. El ejército reclutado en tales circunstancias y la campaña emprendida recibieron, a su vez, el nombre de "apellido''. Es decir, que el apellido tiene su origen en la convocatoria, citación o llamamiento a la guerra. 'Appellitare', "apellidar'' significa ''llamar repetidamente''; la hueste reunida por este llamamiento eran los "apellidados''; y ''apellido'' era la seña que se daba a los soldados para que se aprestasen a tomar las armas antes del s.X.

El apellido familiar, que hoy es parte de nuestra identidad como personas y de nuestra caracterización como ciudadanos del mundo, y que nos parece una forma lógica y racional de identificación social, no se generalizó ―y sólo el primer apellido― hasta principios de la Edad Media y tuvo distintos orígenes. En sentido especial de "denominación de origen de una familia" no se encuentra hasta el s.XV, empleándose todavía en el s.XVII con el sentido de "nombre cualquiera", o más entonadamente, ''cualesquiera" (izquierda, Grupo familiar, de Henry Moore).
Únicamente hacia el siglo XII, y sólo para la nobleza, aparecen el nombre propio más la preposición de y un nombre de lugar para identificar a sus miembros (noble, es decir, notable, significa "que se nace notar", es lo que debe querer decir la Biblia cuando en el Génesis, aludiendo a titanes y demás, afirma que en la antigüedad hubo gigantes, "varones de nombre"); este método, no obstante, seguirá vigente hasta más allá del Medievo y pasará a constituirse en un apellido propiamente dicho:

«Había gigantes en la tierra en aquellos días, y también después que entraron los hijos de Dios a las hijas de los hombres y les engendraron hijos: éstos fueron los valientes que desde la antigüedad fueron varones de nombre» (Génesis, 6-4)

Entre los señores feudales y nobles guerreros el apellido derivó a menudo del nombre de la población que habían conquistado o que poseían en señorío. Entre los miembros de las otras clases sociales derivaban del oficio que ejercían o del lugar donde nacieron; otros muchos derivan del nombre propio de padres o abuelos con alguna modificación o añadidura. No pocos apellidos trajeron su origen del mote o apodo impuesto por el inspirado donaire de sus convecinos, tomado, normalmente, de sus defectos corporales o de alguna gentileza por el estilo…


Como cabe deducir de lo expuesto, las clases populares no tenían un apellido muy definido, ni lo echaban en falta, ni nadie les obligaba a tenerlo. Por tratarse de una especie de particularidad de su persona, trabajo o lugar de nacimiento, se reducía a una especie de alias, variable para cada individuo de acuerdo a su azarosa circunstancia vital.
Al no poseer fortuna ni, fundamentalmente, tierras, el apellido, o la ausencia de él, no tuvo ninguna trascendencia social; en España, en concreto, hasta el siglo XVIII existía una enorme libertad al otorgar los apellidos familiares, lo que desembocaba de hecho en una situación tan común como confusa: en aquellos tiempos, dos o más hermanos rara vez coincidían en los apellidos… hasta que con la organización del Estado moderno, se hizo necesario y obligatorio el uso de dos apellidos ―salvo las excepciones conocidas para niños abandonados en centros benéficos― con vistas, como acabamos de decir, a la eficacia de los tres pilares del control social: tributación fiscal (tributo, contribución por tribu) alistamiento militar y localización policial (policía, control social de la polis).

Transcribimos unos párrafos del profesor de genética Bryan Sykes en referencia al caso británico como representativos de lo ocurrido en Occidente:
«Dejando aparte la aristocracia, casi todos los apellidos ingleses se originaron hacia el s.XIII, principalmente como instrumento de la gestión estatal. En aquella época prácticamente todo el país estaba dividido en grandes posesiones feudales legado de la invasión normanda de 1066 encabezada por Guillermo el Conquistador, que concedió tierras a sus amigos y partidarios... los cuales distribuían los terrenos agrícolas entre colonos cuyas rentas mantenían a aquéllos y sus familiares inmediatos y sus huestes, a la manera opulenta a que muy pronto se acostumbraron, según una estructura regulada mediante archivos con registro detallado del tamaño y renta de cada parcela junto con el nombre del colono.

El problema era que, sin apellidos, les era casi imposible llevar las cuentas a los agentes del feudo. En las aldeas se conocían unos a otros individualmente aunque varias personas tuvieran el mismo nombre, y a menudo también por un mote.
Pero los agentes feudales tenían grandes dificultades. La solución consistió en diferenciar a las personas con el mismo nombre mediante la adición de otro nombre: el apellido. Poco después estos apellidos se hicieron hereditarios junto con el arriendo mismo, estando en este aspecto práctico de la contabilidad medieval el origen de casi todos los apellidos ingleses.
Algunos apellidos se derivaban del oficio, como Carpenter (carpintero), Smith (herrero) o Butcher (carnicero); otros de un apodo generalmente descriptivo, como Redhead (pelirrojo) o Smallpiece (pequeño); en otros se limitaban a añadir el sufijo 'son' (hijo) al nombre del padre, formando patronímicos como Johnson (hijo de John); una cuarta categoría se derivaba de aspectos del paisaje: Hill (colina), Bush (matorral), Wood (bosque).» (Bryan Sykes: La maldición de Adán).

No fueron nunca ésos los problemas de la aristocracia, de los hidalgos, ―palabra formada por la contracción de hijos de algo, síntesis sumamente descriptiva―, cuya interminable ristra de apellidos exigió de una especialidad profesional, la de genealogista, puesto que de cada rama de cada árbol genealógico (al efecto acabamos de ver el significado de estirpe) pendía el sabroso fruto del pergamino, en forma de título nobiliario y, por tanto, un jugoso certificado de propiedad de tierras y privilegios.
Digamos para terminar con tanto oropel, que alcurnia ha transmigrado del árabe 'kúnya' ―la gente del s.XV que sabía decirlo decía 'alcuña'―, y lo mismo significaba mote que apellido.
Antes de seguir, es muy interesante lo que nos dice Covarrubias al respecto, ya que, dentro del s.XVII, todavía el concepto del apellido era muy diferente al nuestro:

«APELLIDAR. Es aclamar tomando la voz del rey, como: Aquí del rey o Viva el rey; y entre las parcialidades, declarándose a vozes por una dellas. Díxose del verbo appello, appellas, que algunas vezes sinifica allegarse. Y assí los del apellido se juntan y llegan a su parcialidad. Y de aquí los nombres de las casas principales se llamavan apellidos, porque los demás se allegavan a ellas, y unos eran Oñez y otros Gamboa».




(Dos obras de David LaChapelle: izquierda, Las Vegas Story (6); sobre estas líneas, derecha, Galliano (1). Sobre estas líneas, izquierda, Los arqueólogos, de Giorgio de Chirico)



«Tú que apareciste como un dios, escucha lo que voy a decirte, para que puedas ser rey del país, gobernador de las Orillas, y conseguir un aumento de bienestar: Desconfía sobre todo de los subordinados: no son nada, no hay que hacer mucho caso de su respeto. No te acerques a ellos cuando estés solo. No te fíes de un hermano, no conozcas amigo, no te hagas íntimos, pues esto no trae ningún provecho. Cuando vayas a descansar, guarda tú mismo tu corazón, pues en el día de la desgracia nadie tiene partidarios» (Instrucción del faraón Amenemes para su hijo Sesostris)








7 Un Linaje ibérico: los Pachecos
A fin de comprender un poco esa época en la que el sistema actual de apellidos tuvo su origen (así como los avatares y tejemanejes bélicos y cortesanos en los que se cocía su creación), vamos a proponer un ejemplo que esperamos sea bastante clarificador. Se trata de la genealogía de Juan Pacheco, primer marqués de Villena y el noble más influyente del siglo XV antes de los Reyes Católicos, capaz de acabar con Álvaro de Luna, su propio mentor y el noble más importante de las Españas antes que él.

(Izquierda, sepulcro de Juan Pacheco en el monasterio del Parral, Segovia; derecha, debajo, estatua fúnebre de Juan Fernández Pacheco, abuelo de Juan Pacheco, en la colegiata de Belmonte)

«…La crónica portuguesa Nobiliario del Conde don Pedro retrotrae el origen de los Pachecos a los comienzos del siglo XII, al gallego Fernán Jeremías, quien acompañó al conde Enrique de Borgoña, esposo de la hija de Alfonso VI, doña Teresa, a conquistar Portugal para convertir el ducado que regentaba en un reino independiente de Castilla, aprovechándose de las turbulencias políticas y militares entre Castilla y Aragón por el enfrentamiento de los desavenidos esposos doña Urraca de Castilla y Alfonso el Batallador de Aragón. En recompensa por los servicios prestados, en 1126 doña Teresa le concedió el señorío sobre Ferreira de Aves, que será el lugar solariego de los Pacheco portugueses.
 
A Fernán Jeremías le sucede su hijo Payo o Pelayo Fernández, quien acompaño al rey portugués Alfonso Enríquez en varias expediciones guerreras de conquista… Por sus servicios al rey, éste le confirmó en su señorío sobre Ferreira.
Los sucesivos señores de Ferreira fueron Pedro Páez, su hijo Ruy Pérez y el hijo de éste, Fernán Ruiz.
 
[Obsérvese que a Fernán Jeremías le sucede su hijo Payo Fernández; a Payo Fernández le sucede su hijo Pedro Páez; a Pedro Páez, su hijo Ruy Pérez; y a Ruy Pérez, su hijo Fernán Ruiz. Es decir, nombre del padre >> apellido del hijo]
 
Fernán Ruiz de Ferreira es el personaje más famoso de la familia después del fundador (estamos ya a mediados del siglo XIII)… Este personaje es el que comenzó a tomar el sobrenombre de Pacheco. Fue señor de Ferreira de Aves, alcalde mayor de Celorico y brilló por la defensa heroica de esta plaza, sitiada durante tres meses en 1246.
 
[«…En las crónicas de aquella época se señala (erróneamente según esta otra crónica de sus propios descendientes por la que nos movemos) que "don Pedro Páez, Señor de Ferreira, sirvió al rey don Sancho I, de Portugal. Casó con doña Teresa Pérez de Cambra, y fue su hijo don Fernán Rodríguez, ricohombre, Señor de Ferreira, el primero que se llamó Pacheco, nombre que le puso el rey por ser de mediana estatura y grueso"…» (Apellido Pacheco)]
 
El hijo de Fernán Ruiz fue Juan Fernández Pacheco, VI señor de Ferreira, personaje irrelevante del que nació Lope Fernández Pacheco, uno de los personajes más notorios y relevantes del Portugal de su época…
Su sucesor fue su hijo Diego López Pacheco, nacido hacia 1304 y que murió nonagenario en 1385.
 
 
 
 
 
Diego López Pacheco junto con Alonso Gonçalves y Pedro Coelho, por orden del rey, dieron muerte a puñaladas a Inés de Castro (Coímbra, 7-1-1355), (imagen izquierda) aprovechándose de que el príncipe Pedro había emprendido una cacería. Esta dama gallega formaba parte del séquito de doncellas que llevaba consigo doña Constanza Manuel, hija del señor de Villena don Juan Manuel, cuando desde el castillo de Garcimuñoz fue a Portugal para casarse con el príncipe heredero don Pedro. El príncipe se enamoró locamente de Inés de Castro con la que tuvo cuatro hijos, al mismo tiempo que atendía, a la vez, a doña Constanza Manuel, que murió de parto en Santarém (13-11-1345) al dar a luz al futuro rey de Portugal, Fernando I. [Aunque parezca mentira este drama fue muy popular en la España de los años 50 gracias a una copla cantada por Carmen Morel] …
 
 
 
 
 
Su hijo fue Juan Fernández Pacheco, señor de Ferreira de Aves, Penela, Celorico y Olivença, alcalde mayor de Santarém y perteneciente al Consejo Real… Tanto el padre como el hijo participaron en la decisiva batalla de Aljubarrota (14-8-1385) defendiendo los derechos dinásticos de Juan de Avis. Dado que sus hijos legítimos ya habían fallecido y que su hijo Juan era bastardo, don Diego López Pacheco logra que el rey legitime a este hijo en 1389; y en 1392 logra que le confirme a él mismo en el mayorazgo de Ferreira de Aves para que pueda heredarlo su hijo Juan.
 
El año 1396 fue decisivo para que don Juan Fernández Pacheco tuviera que emigrar de Portugal a Castilla… El 16-1-1398, en Tordesillas, Enrique III concedía a Juan Fernández Pacheco el señorío de Belmonte (Cuenca), con sus aldeas de Osa, Monreal e Hinojos "especialmente por cuanto despues que yo requeri e fize entender como mi adversario que se llama rey de Portogal no havia derecho alguno con el regno de Portogal, antes lo tenia injusta e malamente como tirano, vos movisteis para mi a me servir e fiziestes  todo lo que yo vos mande"…» (Miguel Salas Parrilla y Javier Fitz-James Stuart de Soto: El señorío de Belmonte, pp. 16-19).
 
(Imagen derecha, retablo de campaña de Juan Pacheco en la colegiata de Belmonte, Cuenca)
 
 
Obsérvese en el texto que —tras adoptar servilmente el hoy ofensivo apodo— después de Fernán Ruiz (alias Pacheco), V señor de Ferreira, va su hijo Juan Fernández Pacheco, que hereda el mote como segundo apellido, aunque manteniendo la secuencia (nombre del padre >> apellido del hijo) tradicional; a partir de él su hijo ostentará el "Fernández Pacheco" como timbre de gloria y se llamará Lope Fernández Pacheco.
Pero el hijo de éste volverá al modo tradicional, llamándose Diego López Pacheco, eso sí, manteniendo el glorioso Pacheco como segundo apellido. Será el "bastardo"  Juan Fernández Pacheco quien romperá la cadena de transmisión de apellidos.
 


 

(Izquierda, estatua fúnebre de Alonso Téllez Girón, padre de Juan Pacheco, en la colegiata de Belmonte, Cuenca. Bajo estas líneas, el castillo de Belmonte)
 
 
Obsérvese, también atentamente, que el apellido materno brillaba por su ausencia... a no ser que mediara una herencia nobiliaria o real. Un significativo signo distintivo heredado, junto con la moda y el estilo del apodo, del modo clásico romano (aunque en Roma la herencia tampoco daba opción al apellido).
Una moda y un estilo de los que trataremos a continuación.
 
Pero antes de pasar página, asómbrense: a este "bastardo" de Juan Fernández Pacheco lo heredará una hija, a la cual transmitirá un solo apellido, el cual será justamente el querido mote, Pacheco. Y María Pacheco, que así se llamará la niña, tendrá un hijo con Alonso Téllez Girón. Dicho hijo se llamará… Juan Pacheco, y con el tiempo será el primer marqués de Villena. Y tendrá un hermano, hijo de los mismos padres, que se llamará Gonzalo Girón, y será el futuro señor de Osuna, origen del ducado de Osuna.
También ocurría que, por ejemplo, Alonso Téllez Girón era hijo de Martín Vázquez de Acuña y de Teresa Téllez Girón; es decir, Alonso heredó los dos apellidos de su madre (que los tenía, los dos).


En conclusión, que una norma general es que las personas, la gente noble queremos decir, no heredaba apellidos sino territorios. Y era el territorio el que confería el apellido, o sea, el título. De ahí que la gentecilla del común daba igual cómo se quisiese nombrar para ser reconocida y recordada en el espacio-tiempo-memoria.
En el caso del pobre, lo único oficialmente importante es que fuese claramente identificable y así ser controlado por las listas del fisco para su adscripción al territorio, es decir, a las levas y a los tributos. Más o menos como ahora.


 
Motes familiares
«El primero de la familia que se llamó Cicerón parece ser que fue un hombre notable y que, por esta razón, sus descendientes no sólo no rehusaron ese sobrenombre, sino que más bien lo aceptaron con orgullo, pese a que para muchos era objeto de sarcasmo. Porque, en lengua latina, al garbanzo se le llama cicer, y aquél tuvo en la punta de la nariz una verruga aplastada, como si fuera un garbanzo, de la que tomó el sobrenombre» (Plutarco: Vida de Cicerón)

Sin embargo, la costumbre del mote ―hoy repudiada por marginal y barriobajera― era muy apreciada por los romanos de clase alta, los cuales la heredaron de los griegos, para quienes no constituía, sin embargo, un capricho irreverente o chistoso sino la única forma de "apelarse" entre sí: entre los s.-V y -IV vivió en Atenas un tal Aristocles; debía ser un individuo bastante ancho y fornido, y muy conocido, porque todo el mundo (literalmente) le llamaba entonces, y le sigue llamando hoy, Platón (aumentativo de 'platýs', "ancho'': castizamente "el cachas''; imagen derecha).

Y César era el apodo de Julio César: Pero 'cæsaries, -ei' significa "cabellos'', por lo que, propiamente para este uso, 'cæsar' equivale a "el pelos'' o "el melenas"; si nos detenemos en sus numerosas efigies, nos percataremos de la causa de tan castizo y moderno mote: su prematura calvicie que, al parecer, era una característica hereditaria, pues la familia de los Julios llevaban ese mote desde generaciones atrás.

Tan significativo como el caso de César ―y tan cercano a él, para su desgracia― es el caso de su amigo y protegido ―se murmuraba que era su hijo―, Bruto; Bruto, de 'brutus', "estúpido'', era el desinhibido cognomen de Marco Junio Bruto.
Algunos ejemplos ilustres: Augusto, o "alias el solemne'' (abajo, izquierda, en el centro entre su familia); Nasica o "nariz afilada''; Nasón o "el narizotas'' (Publio Ovidio Nasón); Flaco (despectivo de delgado, 'flaccus', Quinto Horacio Flaco); Metelo, "el meneítos''; Sesquiculo "tonto del culo'' (este era un mote extra malamente aceptado por su titular con mucha resignación, pero de esta campechana manera, seguramente para abreviar, en Roma todo el mundo se refería a Cayo Julio César Estrabón Vopisco ―tres cognomina oficiales tenía este buen pariente de César―: Estrabón significa "bizco'', y Vopisco, ''único superviviente de mellizos"). (Colleen McCullough: César. Tomado del Glosario.- cognomen).
De igual forma, como hemos visto, Cicerón, de 'cicero-onis', que significa "garbanzo'', era el alias del filósofo y abogado Servio Tulio Cicerón, a causade una vistosa verruga que adornaba el rostro de un bisabuelo, según Plutarco. Así que tiene su gracia que el sueño máximo de todo gobernante o de todo abogado mundial sea el de ser recordados como un "pelos'' o un "garbanzo''... aunque nuestros protagonistas eran muy conscientes del reto:

«De este Cicerón (arriba, izquierda) cuya vida escribimos se cuenta que, proponiéndole sus amigos, después de que se presentó a pedir magistraturas [a las oposiciones a magistrado, que diríamos hoy] y tomó parte en el gobierno, que se quitara y mudara aquél nombre, les contestó con jactancia que lucharía para hacer el nombre de Cicerón más ilustre que los Escauros y Catulos» (Plutarco: Vida de Cicerón)

Y efectivamente, hoy día Escauros y Catulos sólo son conocidos por eruditos y estudiantes aplicados "de letras", mientras que el conocimiento popular del nombre de Cicerón sólo es superado, nos tememos que únicamente "de oídas", por el de César; aunque es posible que mucha gente pueda relacionarlo con cicerone, «denominación aplicada internacionalmente al guía turístico, en referencia al filósofo latino Marco Tulio Cicerón (-106 a -43), italianizado en cicerone, por alusión a la habitual facundia de los guías y a la proverbial elocuencia de aquél. También le recuerda la palabra cícero, nombre de una unidad de medida tipográfica equivalente al tamaño o cuerpo de letra (12), empleado en 1467 para la impresión de las Epístolas familiares de Cicerón» (Gregorio Doval: Palabras con historia)

Sin embargo, parece ser que fueron los ingleses de principios del s.XVIII, gracias a esa costumbre aristocrática suya del Grand Tour (por la que los jóvenes viajaban a los lugares clásicos antiguos europeos al terminar sus estudios) los inventores, los primeros en introducir el término cicerone en el acervo lingüístico general.
Anteriormente al 1700 no sabemos cómo se denominaba la figura del guía cultural, pero sí sabemos cómo se le denominaba en la Antigüedad: mistagogo, del griego 'myston', iniciado en misterios, y 'ágo', conducir (en la Antigüedad ya se hacía turismo, como demuestran los grafitis romanos de los templos egipcios); y ello gracias precisamente a Cicerón: En el proceso que le alzó a la gran fama (la acusación de concusión contra el ex-pretor de Sicilia, Cayo Verres) Cicerón dice refiriéndose al expolio al que Verres sometió a los lugares de culto de la isla:

«… Ése [Verres] se llevó en Siracusa de todas las moradas sagradas mesas de Delfos en mármol, cráteras bellísimas de bronce, una enorme cantidad de vasos corintios. De ahí, jueces, que los que suelen guiar a los turistas hasta lo que es digno de verse, a los que ellos llaman mistagogos, tienen ahora cambiado su sistema de información, pues, así como antes enseñaban qué había en cada lugar, también ahora señalan qué fue robado de cada lugar» (Cicerón ~imagen derecha~: Discurso IV de las Verrinas)

A propósito de Cayo Licinio Verres y los motes o apodos, añadiremos que 'verres' significa verraco, cerdo macho destinado a la reproducción.

Mote desciende vertiginosamente del latín 'muttum', gruñido, y parece que hace referencia al ininteligible sonido de los nombres de los extranjeros (el francés 'mot', palabra, no tiene tal sentido peyorativo). Apodo, en cambio, como se aprecia a primera vista, es más distinguido, y baja de una forma más chic del latino 'apputare', forma obsoleta de 'putare', podar, con lo que nos sugiere su sentido de acortar pragmáticamente, sin duda en beneficio de la memoria visual.
Si bien en un principio su objeto fue el de proteger al nombre auténtico de contaminación por parte de espíritus malignos, según apuntamos arriba, acabó por ser el recordatorio de algún hecho digno de mención realizado por su portador. Un instructivo además de divertido ejemplo de imposición de apodo nos lo proporciona el erudito del s.II Aulo Gelio cuando cuenta cómo el hijo del senador Papirio adoptó el cognomen o apodo de Pretextato:

«Antes los senadores de Roma tenían la costumbre de entrar en la curia con los hijos que aún vestían la pretexta [toga adornada con una orla de púrpura (al igual que los senadores y otras autoridades) que vestían los ciudadanos romanos antes de su mayoría de edad, acontecimiento que ocurría a los dieciséis o diecisiete años]. Sucedió cierta vez, que determinado importante asunto fue discutido y aplazado para el día siguiente, acordándose que sobre ese asunto nadie hablara antes de que fuese aprobado.
La madre de Papirio, un pequeño que había estado en la curia con su padre, le preguntó al hijo qué cosa habían deliberado los Padres en el senado, y el pequeño respondió que estaba prohibido hablar de ello; tal contestación hace que la mujer se vuelva más deseosa de saber y le insista de manera apremiante y violenta.
Entonces el pequeño adoptó la decisión de una mentira ingeniosa y festiva: dijo que se había deliberado si parecía más útil y favorable para Roma que los hombres pudieran tener dos esposas, o bien que las mujeres pudieran tener dos maridos. Cuando aquélla oyó eso, su ánimo se estremece, sale de casa y lo refiere a las demás matronas.
Al día siguiente llega al senado una caterva de madres de familia llorando y suplicando: ruegan que una sola se case con dos, mejor que dos con uno solo. Los senadores se preguntaban, sorprendidos, qué era ese tumulto y qué significaba esa petición. El pequeño Papirio entonces avanza hasta el medio de la curia y narra las cosas tal y como habían sido.
El senado aplaude su lealtad e ingenio, decreta que en adelante los pequeños no entren a la curia, a excepción de aquel Papirio y, por honrarlo, añade después al pequeño el sobrenombre de Pretextato, por su prudencia de callar y hablar, en la edad de la pretexta» (Aulo Gelio: Noches áticas)


Incluso entre grandes nobles, reyes e incluso emperadores tras Roma se ha dado el uso del apodo en numerosas ocasiones, pero eran casos, a título individual e intrasferible, en los que servía para engrandecer a la persona por encima incluso de sus poderosas familias: ahí tenemos (a la derecha) al emperador Federico Barbarroja, o a Carlos el Calvo. (También están Fernando el Santo o Alfonso el Sabio, pero no creemos que sean casos comparables, sino más bien epítetos elogiosos debidos a ineludibles estómagos agradecidos).

Bien entrada ya la Edad Moderna el apodo seguía teniendo muy buena prensa:

«APODO. Es una comparación que hazemos con gracioso modo de una cosa a otra, por la semejança que entre sí tienen. Es nombre griego 'apódosis', reditio, porque retrae una cosa a otra. Bien es verdad que propiamente 'apodosis' es una figura de retórica galana, quando a una cláusula de diversos miembros le responde otra con otros tantos, acomodados a cada uno el suyo. Muy ordinaria cosa es muy normal y corriente cosa es; no nos equivoquemos pensando que dice todo lo contrario― dezir, quando un hombre se parece a otro: Fulano retrae mucho a fulano, id est, se le parece mucho; y el apodar es cosa de mucho ingenio y de gusto. Y en esto tuvo gracia particular el poeta Marcial, el qual burlándose con un amigo suyo que tenía el gesto estirado, como de hombre que tiene pujo le dice: Utere lactucis et mollibus utere maluis; Nam faciem durum, Phebe, cacantis habes» (Sebastián de Covarrubias, 1611: Tesoro de la Lengua castellana o española)
 


9 Cosas de chicas...!
«Había entre los troyanos un cierto Dolón, hijo del divino heraldo Eumedes, rico en oro y en bronce; era de feo aspecto, pero de pies ágiles, y el único hijo varón de su familia con cinco hermanas. Éste dijo entonces a los troyanos y a Héctor…» (Homero: Ilíada)

En la más rural y humana Grecia las niñas tenían el mismo derecho a un nombre, y con las mismas características personales e intransferibles que los niños (Helena, "Brillante", Ariadna, "Indómita", Ágata, "Buena", Isidora, "Regalo de Isis", Teodora, "Don de los dioses", Irene, "Pacífica"...).
Cierto que ahí empezaban y acababan las igualdades de género, pero las cosas deben reconocerse.
También se les debe reconocer que se quedaban con todas las niñas que nacían, pero es que el campo podía absorber la mano de obra femenina, más débil pero más paciente y tenaz.

Los romanos tenían una cultura diferente; ancestralmente se habían dedicado a la industria de la guerra (por ser ellos nunca diremos que eran un conjunto de tribus dedicadas al pillaje, que a los padres hay que tratarlos con respeto), y desde su asentamiento en Italia, en donde empezaron a hincar un arado y a marear una yunta, hasta el origen de su imperio, basado en la esclavitud bárbara para el campo y la industria, sólo pasó medio siglo escaso. Así que, niñas, las justitas y depende para qué. Pero sobre todo, que no den guerra (…es que ni un amparo de guerra!).

Y en lo relativo a los nombres femeninos, los romanos tampoco tuvieron un detalle tierno o galante: las niñas romanas carecían de nombre propio, directamente, y se las reconocía ―más simple, imposible― por el apellido familiar: los hombres se casaban, o no se casaban, con una Julia, una Horacia o una Pompeia, pongamos por caso, (cada familia no solía conservar más que un ejemplar), es decir, con "una" de la familia de los Julios, o de los Horacios, o de los Pompeyos (obsérvese la similitud con el caso de los esclavos, según vimos arriba). Si había mala suerte, nacía más de una niña y se quedaban con ella, ocurrencia tildada de extravagante en los corrillos del Foro, entonces los hombres se casaban, o no se casaban, por ejemplo, con Julia la mayor o con Julia la menor. Julias medianas no constan en las crónicas.

Sin embargo, en este caso se trata de algo más que de un ejemplo. Julia la Mayor y Julia la Menor (Julia Maior y Julia Minor) tías de Cayo Julio César ―pues, naturalmente, Julio César sí tenía nombre: Cayo, o Gayo―, se casaron con Mario y Sila respectivamente. Concuñados, rivales políticos y enemigos a muerte ―aquél, miembro de la baja pero rica nobleza rural paleta y advenediza, éste, integrante del alto patriciado fundador de Roma además de contar con algún dios en la parentela―, fueron los dos hombres más importantes de Roma durante muchos años (entre el -104 del primer consulado de Mario y el -78, fin de la dictadura de Sila) antes del total triunfo de César en el -45, jugando un importante papel, no siempre bienintencionado, en la vida de éste. También César tuvo dos hermanas, Julia Maior y Julia Minor (parece que no sólo la alopecia, tambien la excentricidad de tener una niña repe era otra característica Juliana), que se diferenciaban de sus tías especificando el nombre del correspondiente marido. Naturalmente.

Pero incluso las Julias medianas tienen su excepción. En épocas de esplendor de las familias poderosas y que ya no saben qué comprar para ser más que los demás, a una posible tercera hija se la conocía como la tercera o tercia, caso de Emilia Tertia, tercera hija de Paulo Emilio el Antiguo, mujer del primer Escipión el Africano y madre de la Cornelia conocida como "madre de los Gracos".




Código de Manú. Leyes civiles y criminales; deberes de la clase comerciante y de la clase servil en la india pre védica (sobre estas líneas, una mujer india, en Madhya Pradesh, foto de Adnan Abidi). Capítulo 9:

1. Voy a declararos los deberes inmemoriales de un hombre y de una mujer que se mantienen firmes en el sendero de la ley, ya separados, ya unidos.

2. Día y noche las mujeres deben estar mantenidas por sus protectores en estado de dependencia; y deben estar sometidas a la autoridad de las personas de quienes dependen, cuando tienen muy grande inclinación a los placeres inocentes y legítimos.

3. Una mujer está bajo la guarda de su padre durante su infancia; bajo la guarda de su marido durante su juventud; bajo la guarda de sus hijos, durante su vejez; no debe nunca conducirse a su capricho.

4. Un padre es reprensible, si no da a su hija en matrimonio en tiempo oportuno; un marido es reprensible si no se acerca a su mujer en la estación favorable; un hijo es reprensible, si después de la muerte del marido, no protege a su madre.

5. Debe tratarse sobre todo de asegurar a las mujeres contra las malas inclinaciones, aún las más ligeras; si las mujeres no estuvieran vigiladas, verían la desgracia de dos familias.

6. Que los maridos, por débiles que sean, considerando que es una ley suprema para todas las clases, tengan sumo cuidado de velar por la conducta de sus mujeres.

7. En efecto, un marido preserva su linaje, sus costumbres, su familia, se preserva a sí mismo y su deber, preservando a su esposa.

8. Un marido, fecundando el seno de su mujer, renace allí bajo la forma de un muévedo y la esposa está llamada Djada porque el marido nace (djayate) en ella por segunda vez.

9. Una mujer da siempre a luz a un hijo dotado de las mismas cualidades que el que lo ha engendrado; por lo que a fin de asegurar la pureza de su prole, un marido debe siempre cuidar con el mayor celo a su mujer…»
(El Manu Smriti, "texto de tradición [proveniente] de Manu", es un importante texto sánscrito de la ley hindú y de la sociedad antigua de la India. Se cree escrito entre los siglos -VI y –III).



«Héctor, como no hallara dentro a su excelente esposa, detúvose en el umbral y habló con las esclavas: ¡Ea, esclavas, decidme la verdad! ¿Adónde ha ido Andrómaca, la de níveos brazos, desde el palacio? ¿A visitar a mis hermanas o a mis cuñadas de hermosos peplos? ¿O, acaso, al templo de Atenea, donde las troyanas, de lindas trenzas, aplacan a la terrible diosa?» (Homero: Ilíada)

Sed buenos si podéis...
……………………. Pero seremos mejores si no olvidamos que «La ignorancia es el infierno» (Amalric de Bène)



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Esta aventura es una exploración de las venas vivas que parten del pasado y siguen regando para bien y para mal el cuerpo presente de esta sociedad occidental... además de una actividad de egoísmo constructivo: la mejor manera de aprender es enseñar... porque aprender vigoriza el cerebro... y porque ambas cosas ayudan a mantenerse en pie y recto. Todo es interesante. La vida, además de una tómbola, es una red que todo lo conecta. Cualquier nudo de la malla ayuda a comprender todo el conjunto. Desde luego, no pretende ser un archivo exhaustivo de cada tema, sólo de aquellos de sus aspectos más relevantes por su influencia en que seamos como somos y no de otra manera entre las infinitas posibles. (En un comentario al blog "Mujeres de Roma" expresé la satisfacción de encontrar, casi por azar, un rincón donde se respiraba el oxígeno del interés por nuestros antecedentes. Dedico este blog a todos sus participantes en general y a Isabel Barceló en particular).