Por fin los hielos acababan de retirarse lo suficiente como para aventurarnos, lejos de las montañas y sus cuevas y abrigos, por las extensas superficies desalojadas por el hielo en las que crecían las gramíneas. Estas felices y espontáneas plantitas eran recolectadas por muchos grupos humanos para complemento de una alimentación básica obtenida de la, cada vez más escasa, caza mayor ―osos, alces, renos, caballos, bisontes…―, de la esquiva caza menor y de la escurridiza pesca. A partir de aquí y mediante un proceso de selección serán individuados los distintos cereales.
Aunque hasta ahora se consideraba que el uso doméstico del trigo y la cebada había surgido hace 10.000 años en Oriente Medio, nuevos hallazgos demuestran que los humanos aprendieron a procesar cereales mucho antes del comienzo de la agricultura organizada:
«Los seres humanos horneaban pan 12.000 años antes del origen de la agricultura, según revela un estudio publicado por la revista británica Nature. Un equipo de científicos estadounidense descubrió en la costa del mar de Galilea (Israel) un campamento de hace 22.000 años con restos de objetos que podrían haberse usado para hacer pan, según señala Dolores Piperno, de la Smithsonian Institution de Washington» (Diario EL MUNDO, 4-ago-2004)
La cosa no fue tan sencilla como nos puede parecer a los ignorantes cosmopolitas. Los granos de aquellos aparentemente generosos cereales silvestres eran extremadamente indigestos. Para empezar, fue preciso encontrar algún método para separar la semilla de su áspera y barbada envoltura. Un primer hervor serviría para ablandar la cascarilla, lo que permitió desprenderla por fricción. Con otra posterior cocción se obtendría al fin una pasta comestible. (M. Toussaint-Samat: Historia natural y moral de los alimentos)
A priori, consideramos que la inestabilidad de las errantes tribus es un signo de atraso que nos permite mirar por encima del hombro a las gentes de la estepa la tundra y la taiga. Pero el ser humano siempre ha sido muy reacio a "echar raíces", como lo demuestra la tenaz resistencia de los bosquimanos o los aborígenes australianos al abandono de su vida errante y bohemia, para desesperación de misioneros y demás colonizadores. ¡Y todos los niños se siguen hoy pirriando por “subir a los caballitos”, los únicos cuadrúpedos que la inmensa mayoría de ellos montarán en toda su vida!
Aunque aquí el término bohemio tiene un tinte socarrón, por su origen etimológico es realmente un sinónimo de errante, pues "bohemio" es uno de los apelativos populares que en Francia se aplicaba a los gitanos del Este europeo (gitanos procedentes de Bohemia) durante el s.XIX. Se puso de moda, y pasó a tener la connotación de "persona que se aparta de las normas y convenciones sociales, principalmente atribuida a los artistas", con motivo del éxito alcanzado por la obra Escenas de la vida bohemia, publicada por el parisino Henri Murger en 1849, inspiradora de La Bohème, de Puccini, ópera que universalizó la acepción "desordenada" de bohemio.
Los cazadores-recolectores, que conocían las bondades de los cereales, preferían "animar" el crecimiento espontáneo de éstos, allí donde los encontraban, mediante un acondicionamiento del terreno circundante, limpieza y riegos manuales, mejor que "plantarse" a sí mismos junto a los cereales, y arriesgar así la subsistencia a una sola carta.
Es por ello que el paso intermedio de la vida nómada del pastor a la sedentaria del agricultor se tomó más de dos mil años de duración, entre los milenios 11.000 y 8.000, época en el que se fundaron las primeras aldeas en conjunción con una forma de subsistencia que implicaba la recolección de semillas de cebada, trigo y otros cereales, todos ellos silvestres.
Aquellas aldeas albergaban lo que los antropólogos llaman "cazadores-recolectores de espectro amplio" ―pescados, cangrejos, mariscos, aves, caracoles, bellotas, legumbres...―, con viviendas habitadas sólo una parte del año, en las que ya se aprecian espacios para almacenamiento, molienda, horneado y cocina, y en donde ya para entonces la recolección semi-migratoria suministraba la mitad de la alimentación. En estas aldeas fue en donde se empezó a domesticar, es decir, a plantar y a cruzar, las plantas silvestres cuyas simientes hasta entonces sólo se habían “encontrado” y recolectado.
Las primeras herramientas en la vía de la supervivencia homínida tuvieron que ver directamente con la dificultad de nuestros antecesores para incorporar la carne pura y, sobre todo, dura a la dieta habitual. Es la famosa pescadilla que se muerde la cola: capturar y matar bichos requiere mucha más energía que recoger hierbas y grano..., luego para poder comer carne hay que estar muy bien alimentado... con carne.
A partir de la incorporación de la carne los asentamientos tribales estarían condicionados no sólo por las necesidades defensivas y la proximidad del agua, sino por la cercanía razonable del mar o de yacimientos salinos, cuya existencia, imprescindible para la durabilidad de los alimentos cárnicos, supondría para el área circundante ―como ocurre con la de Salzburgo (Burgo de la Sal), zona que recibe de aquellos su nombre― el regalo de una industria comparable a la del más valioso mineral ya desde el Paleolítico.
Caza, recolección, pastoreo y agricultura son los intentos de la humanidad por escapar de ese hambre crónico e inmisericorde culpable de que el mundo haya vivido durante su existencia entre un continuo rugir de tripas. Por el estudio de huesos y dientes humanos prehistóricos se sabe que nuestros antepasados, al igual que el resto de los animales, tenían días que no cataban pieza y días que se hartaban, y entre unos días y otros lo normal eran las persistentes vibraciones del intestino inquieto… máxime si tenemos en cuenta que la carne recién capturada solía reducirse velozmente al estado de carroña.
Los arqueólogos llaman venus esteatopigias, que literalmente se traduce como "hembras nutricias de sebosas nalgas" ―forma lírica y galana de decir "culonas grasientas" (viene del griego 'stear/steatos', sebo, y 'pygé', nalgas)― a una multitud de sencillas estatuillas y relieves paleolíticos propiciadores de fecundidad. Hotentotes, bosquimanos, o los habitantes de las islas Andamán, generalmente las mujeres, todavía desarrollan por medios artificiales una gran adiposidad en la región de las nalgas como atributo de belleza.
(Una de las incontables imágenes de la mesopotámica Inanna, diosa conectada directamente a aquellas venus)
Dentro de las tradicionales penurias alimentarias, los antiguos atenienses, por citar un ejemplo no tan lejano, sólo reconocían dos estaciones, separadas entre sí por los solsticios de verano e invierno, en su año agrícola: Talo, es decir, "germinando", y Carpho, "marchitando". La época de cosecha o recolección no merecía un espacio de tiempo apreciable. Tan corto era, y tan escaso su fruto.
Nada menos que Zeus era el primitivo tratamiento o título que se daba en aquellas tierras, allá por el s.−X, al rey sagrado del culto del roble. Y es que tal árbol ―como también la encina y el alcornoque― jugó un papel primordial hasta la generalización del cultivo de los cereales, no sólo por su madera sino porque la bellota fue la primera base para la elaboración del pan nuestro de cada día en la historia.
Bellota deriva del árabe 'belluta' de donde la adoptamos hacia el s.XII, cuando más intenso era nuestro contacto en la Península. También se la conoce como bálano, y ésa es su forma clásica, pues así la llamaban griegos, 'bálanos', y romanos, 'balanus'. Pero la acepción hoy reconocida para tal término es la de "parte extrema o cabeza del miembro viril".
«… Todo el que ve rico a otro que se desvive en arar o plantar y procurarse una buena casa, está ansioso por el trabajo… pero el alfarero tiene inquina del alfarero y el artesano del artesano, el pobre está celoso del pobre y el poeta del poeta.
¡Oh Perses!, grábate tú esto en el corazón y que la Eris gustosa del mal no aparte tu voluntad del trabajo, preocupado por acechar los pleitos del ágora… Cuando tehayas provisto bien del sazonado sustento, el grano de Deméter que la tierra produce, entonces sí que puedes suscitar querellas y pleitos sobre haciendas ajenas» (Trabajos y Días, 20-30)
“La astuta Eris” es una de las hijas que, “sin acostarse con nadie”, según su costumbre, parió la Noche. Eris a su vez es madre de la dolorosa Fatiga, el Olvido, el Hambre y los diverso “Desastres de la guerra”, que diría Goya y que no enumeraremos. Pero también parió Eris a "los Discursos y las Ambigüedades" (Teogonía, 225). Tal es el concepto que tenía Hesíodo del ágora. Eso sí que era una agorafobia genuina.
No queda constancia de lo que el bueno de Perses hiciera con los consejos de su hermano. Esperemos que por su bien los ignorase, como hizo el resto de sus compatriotas. Y como lo ha hecho el universo entero siempre que ha podido. En la Sátira de los Oficios, papiro egipcio de en torno al año -1100, un padre recomienda a su hijo:
«...el hombre de Silé llamado Dwa-Jeti, el cual hizo para su hijo Pepy las siguientes recomendaciones mientras navegaba en dirección del sur hacia la Residencia, a fin de ponerlo en la escuela de escritura entre los hijos de los dignatarios, la escuela más famosa de la Residencia, le habló así:
“He visto a los que reciben golpes. ¡Tú debes dedicarte a la escritura! He observado a los que han conducido al trabajo forzado. Mira: nada sobrepasa a la escritura: ¡es un barco sobre el agua!
«El escriba, sea cual fuere su oficio en la Residencia, no carecerá de nada». El cumple los deseos de otro que hasta entonces nunca se había marchado satisfecho.
Nunca vi a un picapedrero hacer una carrera, ni a un orfebre encargado de una misión; pero he visto a un calderero a la puerta de su horno. Sus dedos se parecían a las garras del cocodrilo y olía peor que el pescado podrido...”»
Y la mismísima Biblia, en el Libro del Eclesiástico, c38 v25 y siguientes, se hace una filosófica y realista comparación entre el escriba y el artesano:
«La sabiduría del escriba se acrecienta con el bienestar, pues el que no tiene otros quehaceres puede llegar a ser sabio.
Pondrá todo su empeño en trazar surcos derechos, y su desvelo en procurar forraje para los novillos.
El ruido del martillo ensordece sus oídos, y sus ojos están puestos en la obra...
Sin ellos no podrá edificarse una ciudad.
Pero ni viajan por países extraños, ni se pasean por las plazas, ni se levantan en las asambleas sobre los otros; ni se sientan en la silla del juez, porque no entienden las ordenanzas de las leyes; ni son capaces de interpretar la justicia y el derecho, ni se cuentan entre los que inventan parábolas.
¡Cómo habían cambiado las cosas en Israel desde los tiempos del Génesis y su Caín, el fratricida inventor de las ciudades!
«La ‘statera’ era, es, un instrumento de pesaje compuesto de una palanca de brazos muy desiguales, con el fiel sobre el punto de apoyo. El cuerpo a pesar se cuelga del extremo del brazo menor, y se equilibra con un peso constante que se hace correr sobre el brazo del lado mayor, en el cual se halla trazada la escala de pesos». (G. Doval: Palabras con historia)
A este respecto debemos subrayar la trascendencia del delicado caso de los senos femeninos, un tema este donde quedan patentes interconexiones de funciones vitales insospechadas a simple vista. Fuente simultánea de alimento y de placer, fue otra de las mutaciones acarreadas a Eva por su expulsión del recinto edénico. La recién adquirida verticalidad de su silueta permitió que los sendos recipientes lácteos que en todos los primates se contraen hasta desaparecer tras el destete, en la hembra humana fueran aprovechados como Patrimonio de la Humanidad a la vez que como alacenas para la codiciada grasa.
Como tales turgencias eran síntoma de reservas alimenticias, pasaron a constituirse en signo de apetencia sexual: Los machos atraídos por los pechos grandes tenían más descendencia que los pringaos, con gustos más primitivos, y las hembras de grandes pechos podían criar proles más numerosas. Así funciona la selección natural.
En esta sociedad, en la que la alimentación infantil corre a cargo de las multinacionales del ramo, la delgadez es síntoma de alimentos, sauna y aerobic caros, o de cara liposucción: Hoy, los machos atraídos por los pechos pequeños ―o sea, por hembras menos "potentes" pero más "pudientes"― tienen mejor descendencia que los de gustos más primitivos, es decir, una descendencia más alta, más rubia y con los ojos más azules. Y estas hembras de púberes pechos pueden criar proles más numerosas y con nombres más bonitos.
Pero como las incultas masas de la clase media seguimos disfrutando de unos gustos de lo más grosero, aún no podemos desengancharnos de los atractivos eróticos de la turgencia pectoral. Así que la grasa va siendo artificiosamente sustituida por la silicona, sobrecargando el organismo y el bolsillo con un peso muerto que les hace la vida imposible.
Hoy todavía nuestros más mayores ―que también "han pasado una guerra", no lo olvidemos― se lamentan de estas chicas modernas a las que "no tienes donde agarrarte".
Existe un entrañable término, en bastante desuso, que nuestros mayores aplican a las personas que "lucen" esta esbeltez, el adjetivo esmirriado, flaco, consumido. Creado en el s.XVIII, tiene el mismo sentido, y origen, que el portugués 'mirrado', amojamado, seco, y parece que deriva de 'myhrra', de la mirra, en el sentido de momificado, pues ese producto que tanto les gustaba regalar a los Reyes Magos ("gomorresina amarga, aromática, roja, semitransparente, frágil y brillante, de un árbol de Arabia y Abisinia") parece que se empleaba para el embalsamamiento de cadáveres exquisitos. (Aunque también se comenta en voz baja que en realidad es una droga. ¡Shhh…!)
La sorprendida evolución natural no ha tenido tiempo aún de reemplazar la fabricación de grasa por la elaboración de músculo, nervio o hueso. No ha habido lugar para ir reajustando generación tras generación, según es su costumbre, el modelado de seres cuyo corazón pueda resistir la obesidad sobreabundante, tan idealizada por los neolíticos y por los contemporáneos de Rubens, que también las pasaban canutas.
El hambre y el estrés constituyen la herencia y el precio que la civilización se viene cobrando por colocarnos en la "cumbre de la Naturaleza" en contra de la voluntad y el equilibrado diseño elaborado por ésta para el conjunto del planeta.
El problema no es meramente estético o físico: la Organización Mundial de la Salud define ambas enfermedades, bulimia y anorexia, como trastornos psicopatológicos, es decir, enfermedades cuyas consecuencias son físicas, pero de origen mental, y que en consecuencia pueden alterar la libre voluntad de quienes las padecen.
Hambre y Miedo
La huella de la unión del rito con la alimentación es tan duradera y profunda que hoy se sigue denominando sacrificio ―palabra derivada de 'sacrum-facio', acto sagrado― a la inmolación, sea comercial o privada o de cualquier otro tipo, del ganado.
Nuestra progresiva estructura corporal y mental ―hoy por hoy, el cerebro consume, él solo, el 25% de la energía que acumulamos― iba exigiéndonos más y más combustible, hasta el punto de llegar no solamente al canibalismo si preciso fuera, que lo fue, sino al infanticidio y al geronticidio, es decir, a la eliminación de aquellas "bocas", niños y ancianos, que llegaban a suponer una amenaza para la supervivencia de la tribu a la hora de encontrar y repartir el alimento.
«Me invitas siempre que sabes, Nasica, que tengo invitados. Te ruego me excuses; ceno en casa»
«Un frasco revestido de mimbre flexible, útil para conservar el agua hervida y fría, es el regalo que te espera para Saturnalia. Si deseas que te envíe en el mes de diciembre un obsequio propio del verano, envíame de tu parte una toga fina y ligera» (Marcial: Epigramas, Libro II, 77 y 83)
Para nuestros antepasados, en cambio, tales fiestas, y cualquier otra fiesta, eran las ocasiones excepcionales que había ―y para eso se celebraban― para atesorar esas grasas a las que nos referíamos antes. Grasas imprescindibles en aquellos tiempos para poder superar la siguiente helada, sequía, inundación, pedrisco, epidemia, plaga, leva militar o bandidaje de uno u otro signo.
Por su parte, los hebreos, tuvieron que aprovechar su larga y penosa estancia en la península del Sinaí ―a la que tanta querencia demostraron posteriormente en sus guerras con el Egipto del s.XX― durante su éxodo hacia la "tierra prometida" para ponerse al corriente de las excéntricas costumbres de los pueblos agrícolas, lo cual les debía resultar bastante traumático, pues en la conciencia popular estaba que «fue Abel pastor y Caín labrador»
«Seis días trabajarás; el séptimo descansarás; no ararás en él ni recolectarás.
Celebrarás la fiesta de las semanas, la de las primicias de la recolección del trigo y la solemnidad de la recolección al fin del año»
La situación era un poco prematura como para precisar mucho más, ya que los aperreados israelitas todavía no habían acabado de salir de Egipto después de no sé cuantos años, ellos dicen que cuarenta, tragando arena y a dieta de maná.
«Jamás el hambre ni la ruina acompañan a los hombres de recto proceder, sino que alternan con fiestas el cuidado del campo. La tierra les produce abundante sustento y en la montaña la encina carga de bellotas sus ramas altas y de abejas las de en medio. Las ovejas de tupido vellón se doblan bajo el peso de la lana. Las mujeres dan a luz niños semejantes a sus padres y disfrutan sin cesar de bienes. No tienen que viajar en naves y el fértil campo les produce frutos» (Trabajos y Días, 230)
Dejando aparte el hecho de que la sociología histórica desmiente categóricamente que toda esta ristra de venturas sea lo que les suele acontecer precisamente a “los hombres de recto proceder”, este pasaje trasluce lo escueto de la agricultura helena. A pesar de ello, el timorato autor continúa reacio a lanzarse a la aventura marítima e insiste fervientemente en la conseja de labrarse el porvenir ateniéndose al sentido literal del término "labrar".
Los romanos, como todos los pueblos que vivían de la rapiña, hasta el s.−VII habían venido usando un año independiente del correr de las estaciones. Ni por su forma de subsistencia ni por las características de sus gentes necesitaban “darse la fiesta” de manera tan austera y puntual como la generalidad de las poblaciones agrícolas. Para ellos una fiesta era el resultado del “trabajo” de cada expedición bélica. Incluso luego, a partir de Numa, las festividades romanas, que son las nuestras, estaban bastante alejadas de los ciclos estacionales, aunque tampoco descuidasen a las correspondientes divinidades vegetales en su momento apropiado, por si acaso.
Virgilio era muy consciente del mundo en que vivía cuando, desde la misma dedicatoria de las Geórgicas, tiraba de la toga de Augusto de esta suave manera:
«También quiero que me ayudes tú, ¡oh César!, que un día tendrás asiento en los consejos de los dioses. ¿Qué tomarás bajo tu protección? No se sabe aún. ¿Visitarás las ciudades o te cuidarás de las tierras? Si es esto último, el vasto universo te acogerá como autor de las cosechas y árbitro de las estaciones, y ceñirá tus sienes con el mirto maternal».
Como vemos, Virgilio se muestra bastante reticente respecto de la vocación agrícola del jefe. Pero como audaz cortesano que es, le inspira la idea de añadir su nombre al de Julio César en el calendario, cuando poco después melosamente insinúa:
«¿O irás a colocarte, como un astro nuevo, en la sucesión de los meses de lenta marcha, ocupando el lugar que se extiende entre Erigone y las tenazas de Escorpión, que la persiguen? ».
Erigone era hija de Icario, introductor de la vid en Atenas, su patria, la cual se ahorcó a causa del dolor producido por el asesinato de su padre a manos de unos pastores. Zeus premió su virtud ascendiéndola al Hollywood de los Antiguos, como estrella de Virgo.
Como curiosidad mencionaremos que, hasta el momento de asentarse definitivamente en el Lacio, el primero de los meses de su año era marzo, en consonancia con el inicio de las campañas bélicas ―marzo, mes de Marte―, y el último era diciembre, mes décimo, pues únicamente la guerra marcaba pautas y ritmos de vida, y se carecía del concepto de ciclos continuos: el año empezaba cuando el barro y el hielo abandonaban los caminos y terminaba cuando éstos se hacían impracticables.
Así pues hubo que subdividir aquellas dos estaciones de toda la vida: primero se diferenció la de máximo calor, que comenzó a ser llamada 'veranum', simplificación de 'veranum tempus', época de buen tiempo, verano que posteriormente pasó a llamarse familiarmente 'æstivus', estío, un interesante término derivado de 'æstus', calor ardiente, por lo que 'æstas / æstatis' significaba lo mismo "estío" que "campaña militar". Así pues, la fase restante, la menos calurosa, fue denominada 'prima vera', en femenino tal cual, primavera, "primer buen tiempo", quedando el verano como época de transición entre primavera y el estío; para el variable período anterior al invierno se echó mano del etrusco 'autu', lluvia, originando 'autumnus', lluvioso, otoño; 'hibernum' conservó su ancestral nombre y significado, primero ivierno, después invierno, teniendo por ello el verbo 'hibernare', los sentidos de invernar e hibernar.
Como vemos, nada hay en estas denominaciones que haga referencia a los trabajos del campo pero sí a los de la guerra. De hecho su programa de ferias y fiestas se parece bastante al actual de Occidente, algo que no es de extrañar pues nuestras plebes urbanas y sus ocupaciones cotidianas son espejo y continuación de las suyas. Nuestra civilización sí que es un verdadero Renacimiento, y no el de los Médicis.
Los regalos son como anzuelos ¿Quién ignora que el voraz sargo es víctima de la mosca que se ha tragado? Un pobre es generoso, Quintiliano, todas las veces que no ofrece nada a un amigo rico».
Pero si así era como se dolía Marcial, hace dos milenios... Qué se puede añadir ya!
Sed buenos, si podéis.
No hay comentarios:
Publicar un comentario