«Los contextos de las palabras van almacenando la historia de todas las épocas, y sus significados impregnan nuestro pensamiento y se interiorizan. Y así las palabras consiguen perpetuarse, sumando lentamente las connotaciones de cuantas culturas las hayan utilizado» (Alex Grijelmo: La seducción de las palabras)

«Las sociedades humanas, como los linajes animales y vegetales, tienen su historia;
su pasado pesa sobre su presente y condiciona su futuro» (Pierre P. Grassé: El hombre, ese dios en miniatura)

3 oct 2009

De Ferias y Fiestas

La caza con trampas y la obtención de forrajes, incluso en las fases más tempranas de la Humanidad, exigía menos el uso de herramientas que una aguda observación de hábitos y hábitats animales respaldada por un amplio muestreo experimental de plantas… además de una profunda interpretación de sus efectos nutrientes, sanadores y venenosos en el organismo humano.
Estos descubrimientos herborícolas debieron de haber precedido en varios miles de años a la domesticación de las plantas. Pero entre el XI y el X milenio termina la cuarta y última glaciación y comenzó lo que debería ser el Cuarto período interglacial del Pleistoceno, en el cual nos encontramos ahora.
Por fin los hielos acababan de retirarse lo suficiente como para aventurarnos, lejos de las montañas y sus cuevas y abrigos, por las extensas superficies desalojadas por el hielo en las que crecían las gramíneas. Estas felices y espontáneas plantitas eran recolectadas por muchos grupos humanos para complemento de una alimentación básica obtenida de la, cada vez más escasa, caza mayor ―osos, alces, renos, caballos, bisontes…―, de la esquiva caza menor y de la escurridiza pesca. A partir de aquí y mediante un proceso de selección serán individuados los distintos cereales.

Aunque hasta ahora se consideraba que el uso doméstico del trigo y la cebada había surgido hace 10.000 años en Oriente Medio, nuevos hallazgos demuestran que los humanos aprendieron a procesar cereales mucho antes del comienzo de la agricultura organizada:
«Los seres humanos horneaban pan 12.000 años antes del origen de la agricultura, según revela un estudio publicado por la revista británica Nature. Un equipo de científicos estadounidense descubrió en la costa del mar de Galilea (Israel) un campamento de hace 22.000 años con restos de objetos que podrían haberse usado para hacer pan, según señala Dolores Piperno, de la Smithsonian Institution de Washington» (Diario EL MUNDO, 4-ago-2004)

La cosa no fue tan sencilla como nos puede parecer a los ignorantes cosmopolitas. Los granos de aquellos aparentemente generosos cereales silvestres eran extremadamente indigestos. Para empezar, fue preciso encontrar algún método para separar la semilla de su áspera y barbada envoltura. Un primer hervor serviría para ablandar la cascarilla, lo que permitió desprenderla por fricción. Con otra posterior cocción se obtendría al fin una pasta comestible. (M. Toussaint-Samat: Historia natural y moral de los alimentos)

Pero es que, como dice Virgilio en las Geórgicas: «Fue el mismo Júpiter quien hizo difíciles los procedimientos de cultivo; quien ordenó que se trabajase la tierra con métodos, aguzando así la inteligencia de los mortales, y quien de ese modo logró que la raza humana no se embotase en la inacción ni en la pereza»

(Nunca dejo de asombrarme de la inteligente y estimulante filosofía encerrada en la mitología greco-latina, sobre todo si la comparamos con el ceñudo y amenazante imperativo judeo-cristiano. Para aquella, las penurias de la vida representan un aliciente en sí mismas tendente a su superación; para éste, el trabajo y sus miserias son un castigo heredado, sin más salida consuelo y esperanza que la muerte)


En algún libro sobre de las penurias alimentarias de la Antigüedad se incluía un inspirado comentario acerca de los nietos de Abraham, los mellizos Esaú y Jacob, según el cual, «en aquel caso del trueque de primogenitura por plato de lentejas, no queda nada claro quién de los dos había salido ganando con el trato», o algo así, pues cito de memoria. Y es que por entonces ya hacía unos cuantos milenios que el lujo para la inmensa mayoría de los humanos consistía en complementar muy de vez en cuando las gachas de cereal con la sopa de guisantes, de habas o de col con tocino.
Agricultura: una necesidad presentada como virtud

A priori, consideramos que la inestabilidad de las errantes tribus es un signo de atraso que nos permite mirar por encima del hombro a las gentes de la estepa la tundra y la taiga. Pero el ser humano siempre ha sido muy reacio a "echar raíces", como lo demuestra la tenaz resistencia de los bosquimanos o los aborígenes australianos al abandono de su vida errante y bohemia, para desesperación de misioneros y demás colonizadores. ¡Y todos los niños se siguen hoy pirriando por “subir a los caballitos”, los únicos cuadrúpedos que la inmensa mayoría de ellos montarán en toda su vida!
Aunque aquí el término bohemio tiene un tinte socarrón, por su origen etimológico es realmente un sinónimo de errante, pues "bohemio" es uno de los apelativos populares que en Francia se aplicaba a los gitanos del Este europeo (gitanos procedentes de Bohemia) durante el s.XIX. Se puso de moda, y pasó a tener la connotación de "persona que se aparta de las normas y convenciones sociales, principalmente atribuida a los artistas", con motivo del éxito alcanzado por la obra Escenas de la vida bohemia, publicada por el parisino Henri Murger en 1849, inspiradora de La Bohème, de Puccini, ópera que universalizó la acepción "desordenada" de bohemio.

Los cazadores-recolectores, que conocían las bondades de los cereales, preferían "animar" el crecimiento espontáneo de éstos, allí donde los encontraban, mediante un acondicionamiento del terreno circundante, limpieza y riegos manuales, mejor que "plantarse" a sí mismos junto a los cereales, y arriesgar así la subsistencia a una sola carta.
En cuanto escarbemos un poco en el fértil y enmarañado campo de la etimología hallaremos que vacación deriva de vagar, y que vago tenía el apolítico sentido de errante, al derivar de 'vagus', vagabundo, inconstante, indefinido, sentido éste que se sigue usando en el ámbito de las ideas, aunque para las personas la necesidad de control social ha empujado a los caminantes sin camino dentro del grupo de los maleantes, maleen o no maleen.

Es por ello que el paso intermedio de la vida nómada del pastor a la sedentaria del agricultor se tomó más de dos mil años de duración, entre los milenios 11.000 y 8.000, época en el que se fundaron las primeras aldeas en conjunción con una forma de subsistencia que implicaba la recolección de semillas de cebada, trigo y otros cereales, todos ellos silvestres.
Los más antiguos asentamientos localizados están en el Oriente Próximo, aunque cada vez con más certeza se supone que los emplazamientos primigenios siguen cubiertos por los superpoblados lugares indios, continuadores de aquéllos en el espacio y el tiempo y la cultura.
Aquellas aldeas albergaban lo que los antropólogos llaman "cazadores-recolectores de espectro amplio" ―pescados, cangrejos, mariscos, aves, caracoles, bellotas, legumbres...―, con viviendas habitadas sólo una parte del año, en las que ya se aprecian espacios para almacenamiento, molienda, horneado y cocina, y en donde ya para entonces la recolección semi-migratoria suministraba la mitad de la alimentación. En estas aldeas fue en donde se empezó a domesticar, es decir, a plantar y a cruzar, las plantas silvestres cuyas simientes hasta entonces sólo se habían “encontrado” y recolectado.

Las primeras herramientas en la vía de la supervivencia homínida tuvieron que ver directamente con la dificultad de nuestros antecesores para incorporar la carne pura y, sobre todo, dura a la dieta habitual. Es la famosa pescadilla que se muerde la cola: capturar y matar bichos requiere mucha más energía que recoger hierbas y grano..., luego para poder comer carne hay que estar muy bien alimentado... con carne.
A partir de la incorporación de la carne los asentamientos tribales estarían condicionados no sólo por las necesidades defensivas y la proximidad del agua, sino por la cercanía razonable del mar o de yacimientos salinos, cuya existencia, imprescindible para la durabilidad de los alimentos cárnicos, supondría para el área circundante ―como ocurre con la de Salzburgo (Burgo de la Sal), zona que recibe de aquellos su nombre― el regalo de una industria comparable a la del más valioso mineral ya desde el Paleolítico.


Hambre y cultura

Caza, recolección, pastoreo y agricultura son los intentos de la humanidad por escapar de ese hambre crónico e inmisericorde culpable de que el mundo haya vivido durante su existencia entre un continuo rugir de tripas. Por el estudio de huesos y dientes humanos prehistóricos se sabe que nuestros antepasados, al igual que el resto de los animales, tenían días que no cataban pieza y días que se hartaban, y entre unos días y otros lo normal eran las persistentes vibraciones del intestino inquieto… máxime si tenemos en cuenta que la carne recién capturada solía reducirse velozmente al estado de carroña.

En la época más primitiva, de caza-recolección, sufrirían menos hambrunas por cuanto podían mudarse a zonas más propicias. Con la posterior agricultura, y mientras se fueran perfeccionando los métodos y herramientas de cosecha y ensilado, probablemente padecerían una indigencia anual... en el mejor de los casos, es decir, con la suerte de la paz y la climatología a su favor, ya que en caso contrario tenían pocas posibilidades de abandonar sus asentamientos, corriendo sus vidas algo más que un serio peligro.

Los arqueólogos llaman venus esteatopigias, que literalmente se traduce como "hembras nutricias de sebosas nalgas" ―forma lírica y galana de decir "culonas grasientas" (viene del griego 'stear/steatos', sebo, y 'pygé', nalgas)― a una multitud de sencillas estatuillas y relieves paleolíticos propiciadores de fecundidad. Hotentotes, bosquimanos, o los habitantes de las islas Andamán, generalmente las mujeres, todavía desarrollan por medios artificiales una gran adiposidad en la región de las nalgas como atributo de belleza.

(Una de las incontables imágenes de la mesopotámica Inanna, diosa conectada directamente a aquellas venus)



Hay quien opina que las obesas "venus esteatopigias" prehistóricas eran más un ideal inalcanzable ―al estilo de las "Purísimas" católicas― que un reflejo de la realidad, y que, como al respecto escribe Marvin Harris: «... me atrevería a decir que los artistas no habían visto nunca una mujer gorda en persona»
El hecho es que hoy es tan frecuente la presencia entre nosotros de tales venus ―y tales apolos esteatopigios― de carne y hueso, que la obesidad se ha convertido en un "preocupante problema de salud pública". Y su incidencia entre los menos ricos del Primer Mundo, se debe a la genética preocupación de nuestro organismo por convertir en grasa todo lo que pilla, en previsión de la segura próxima hambruna, y por almacenarla en las zonas más adecuadas, aunque menos estéticas, de nuestro chasis.

Dentro de las tradicionales penurias alimentarias, los antiguos atenienses, por citar un ejemplo no tan lejano, sólo reconocían dos estaciones, separadas entre sí por los solsticios de verano e invierno, en su año agrícola: Talo, es decir, "germinando", y Carpho, "marchitando". La época de cosecha o recolección no merecía un espacio de tiempo apreciable. Tan corto era, y tan escaso su fruto.
Nada menos que Zeus era el primitivo tratamiento o título que se daba en aquellas tierras, allá por el s.−X, al rey sagrado del culto del roble. Y es que tal árbol ―como también la encina y el alcornoque― jugó un papel primordial hasta la generalización del cultivo de los cereales, no sólo por su madera sino porque la bellota fue la primera base para la elaboración del pan nuestro de cada día en la historia.

Contaba Virgilio que «nadie antes de Zeus ―a quien él llamaba familiarmente Júpiter― había trabajado la tierra, porque se hubiese considerado sacrílego amojonar los campos y ponerles lindes; se repartía en común el provecho del suelo, y la tierra misma se mostraba tanto más generosa cuanto que nadie solicitaba sus frutos.Pero todo lo varió Zeus, el mismo que… el mismo que sacudió de la enramada los panales de miel, ocultó el fuego y detuvo el curso de los ríos de vino que corrían por doquier, a fin de que la necesidad, en continuo ejercicio, fuese creando poco a poco las distintas artes, haciéndole sacar al hombre el trigo de los surcos y encontrar el fuego en las vetas del pedernal…»

Así que nos hartamos, en el mejor de los casos, de zampar bellotas durante unos cuantos milenios hasta que a fuerza de "azar y necesidad" las gramíneas pasaron a empujar a la suave y simpática bellota con su elegante boina hasta el lodazal de los cerdos. Roble viene del latín 'robur' que es como también llamaban los romanos a la fuerza, por lo que lógico adjetivo robusto y el inesperado verbo corroborar son otros de sus derivados.
Bellota deriva del árabe 'belluta' de donde la adoptamos hacia el s.XII, cuando más intenso era nuestro contacto en la Península. También se la conoce como bálano, y ésa es su forma clásica, pues así la llamaban griegos, 'bálanos', y romanos, 'balanus'. Pero la acepción hoy reconocida para tal término es la de "parte extrema o cabeza del miembro viril".


Fue esta tacañería del suelo griego lo que forzó a los más aventureros de sus habitantes a buscarse la vida fuera de él, y a los menos arriesgados y mejor provistos a darse a la funesta manía de pensar, origen de la filosofía el arte la política y demás banalidades que entretienen el ocio del holgazán. Es por ello que Hesíodo ―que se hubiera cortado las manos inmediatamente de haber sabido que sus pedagógicos escritos son tratados como “poemas” por la posteridad―, sermoneaba a su hermano Perses, que debía estar hecho una buena pieza:
«… Todo el que ve rico a otro que se desvive en arar o plantar y procurarse una buena casa, está ansioso por el trabajo… pero el alfarero tiene inquina del alfarero y el artesano del artesano, el pobre está celoso del pobre y el poeta del poeta.
¡Oh Perses!, grábate tú esto en el corazón y que la Eris gustosa del mal no aparte tu voluntad del trabajo, preocupado por acechar los pleitos del ágora… Cuando tehayas provisto bien del sazonado sustento, el grano de Deméter que la tierra produce, entonces sí que puedes suscitar querellas y pleitos sobre haciendas ajenas» (Trabajos y Días, 20-30)


“La astuta Eris” es una de las hijas que, “sin acostarse con nadie”, según su costumbre, parió la Noche. Eris a su vez es madre de la dolorosa Fatiga, el Olvido, el Hambre y los diverso “Desastres de la guerra”, que diría Goya y que no enumeraremos. Pero también parió Eris a "los Discursos y las Ambigüedades" (Teogonía, 225). Tal es el concepto que tenía Hesíodo del ágora. Eso sí que era una agorafobia genuina.

No queda constancia de lo que el bueno de Perses hiciera con los consejos de su hermano. Esperemos que por su bien los ignorase, como hizo el resto de sus compatriotas. Y como lo ha hecho el universo entero siempre que ha podido. En la Sátira de los Oficios, papiro egipcio de en torno al año -1100, un padre recomienda a su hijo:
«Pon la escritura en tu corazón a fin de protgerte del duro trabajo de cual quier tipo, convirtiéndote en un magistrado de elevada reputación...»

Veamos un fragmento:
«...el hombre de Silé llamado Dwa-Jeti, el cual hizo para su hijo Pepy las siguientes recomendaciones mientras navegaba en dirección del sur hacia la Residencia, a fin de ponerlo en la escuela de escritura entre los hijos de los dignatarios, la escuela más famosa de la Residencia, le habló así:
“He visto a los que reciben golpes. ¡Tú debes dedicarte a la escritura! He observado a los que han conducido al trabajo forzado. Mira: nada sobrepasa a la escritura: ¡es un barco sobre el agua!

Lee, pues, al final del libro de Kemyet, esta afirmación:
«El escriba, sea cual fuere su oficio en la Residencia, no carecerá de nada». El cumple los deseos de otro que hasta entonces nunca se había marchado satisfecho.

Yo no veo otra profesión que pueda compararse con ésa y verificar esta máxima. Voy a hacerte amar los libros más que a tu madre y a desplegar ante ti su excelencia. Es la mayor de las profesiones. Nada en la tierra es comparable con ella. Apenas el escriba empieza a ser experto, ya se le saluda, aunque sea aún niño, y lo envían a ejecutar una tarea, ¡no volverá ya a ponerse un delantal!

Nunca vi a un picapedrero hacer una carrera, ni a un orfebre encargado de una misión; pero he visto a un calderero a la puerta de su horno. Sus dedos se parecían a las garras del cocodrilo y olía peor que el pescado podrido...”»

Y la mismísima Biblia, en el Libro del Eclesiástico, c38 v25 y siguientes, se hace una filosófica y realista comparación entre el escriba y el artesano:
«La sabiduría del escriba se acrecienta con el bienestar, pues el que no tiene otros quehaceres puede llegar a ser sabio.

¿Cómo puede ser sabio el que está atado al arado y pone su gloria en saber aguijonear a los bueyes y ocuparse de sus trabajos, no siendo su trato sino con los hijos de los toros?
Pondrá todo su empeño en trazar surcos derechos, y su desvelo en procurar forraje para los novillos.

Lo mismo digamos del carpintero o del albañil que trabaja día y noche; de los que graban los sellos y se aplican a inventar variadas figuras, y ponen toda su atención en reproducir el dibujo, y se desvelan por ejecutarlo fielmente.

Lo mismo del herrero, que junto al yunque está atento al hierro bruto, a quien el calor del fuego tuesta las carnes, y que resiste perseverante el ardor de la fragua.
El ruido del martillo ensordece sus oídos, y sus ojos están puestos en la obra...

Lo mismo también del alfarero, que, sentado a su tarea, da vueltas al torno con los pies, tiene siempre la preocupación de su obra y de cumplir la tarea fijada...

Todos éstos tienen su vida fiada a sus manos, y cada uno es sabio en su arte.
Sin ellos no podrá edificarse una ciudad.
Pero ni viajan por países extraños, ni se pasean por las plazas, ni se levantan en las asambleas sobre los otros; ni se sientan en la silla del juez, porque no entienden las ordenanzas de las leyes; ni son capaces de interpretar la justicia y el derecho, ni se cuentan entre los que inventan parábolas.

Son, sí, expertos en sus labores materiales, y su pensamiento mira a las obras de su arte muy de otro modo que el que aplica su espíritu a meditar en la Ley del Altísimo. Este investiga la sabiduría de todos los antiguos y dedica sus ocios a la lectura de los profetas, guarda en la mente las historias de los hombres famosos; penetra en lo intrincado de las parábolas, investiga el sentido recóndito de los enigmas y se ocupa en descifrar las sentencias obscuras.

Sirve en medio de los grandes, y se presenta ante el príncipe...»

¡Cómo habían cambiado las cosas en Israel desde los tiempos del Génesis y su Caín, el fratricida inventor de las ciudades!

Obesix y Anemix (Estas romanas están locas)

«ROMANA (instrumento para pesar), 1397. Origen incierto. Es muy dudoso que sea genuina en árabe la palabra ‘rummána’ íd., s.XII, de la cual se la suele derivar, palabra de uso poco generalizado en aquel idioma. También es incierto, aunque muy posible, que en árabe y en romance sea abreviación de balanza romana; lo que sí consta es que este aparato ya era conocido en la Roma antigua». (Joan Corominas: Breve diccionario etimológico de la lengua castellana)

«La ‘statera’ era, es, un instrumento de pesaje compuesto de una palanca de brazos muy desiguales, con el fiel sobre el punto de apoyo. El cuerpo a pesar se cuelga del extremo del brazo menor, y se equilibra con un peso constante que se hace correr sobre el brazo del lado mayor, en el cual se halla trazada la escala de pesos». (G. Doval: Palabras con historia)

Tras la erección de la columna vertebral, otra mejoría inesperada de nuestro diseño, esta vez gracias a la incorporación de la dieta carnívora, fue la estilización de la figura de ambos sexos a causa de la eliminación de unos cuantos metros de intestino. Hasta el incidente de la manzana, este metraje de tubería nos había sido preciso para poder asimilar el indigesto forraje que entonces constituía la base de nuestra paradisíaca alimentación.
De esta forma tan tonta se estilizó nuestro cuerpo serrano, lo que tuvo como consecuencia un curioso fenómeno socio-cultural: la relación entre el perímetro de caderas en relación al de cintura pasaría a ser un signo de la "apetecibilidad" de las hembras al poner de manifiesto su fertilidad.

Simplemente ocurría que la aparición de la cintura realzaba el contraste entre las caderas y los senos: un fenómeno óptico, qué tontería. Los expertos en estas cosas de la ginecología fijan el valor ideal de esta relación en un 70%, tasación en la que vendrían a coincidir con los estetas de la voluptuosidad femenina y demás adoradores del canónico 90-60-90, hoy, por cierto, en entredicho.


(La fenicia Astarté, una diosa al corriente de la moda)

A este respecto debemos subrayar la trascendencia del delicado caso de los senos femeninos, un tema este donde quedan patentes interconexiones de funciones vitales insospechadas a simple vista. Fuente simultánea de alimento y de placer, fue otra de las mutaciones acarreadas a Eva por su expulsión del recinto edénico. La recién adquirida verticalidad de su silueta permitió que los sendos recipientes lácteos que en todos los primates se contraen hasta desaparecer tras el destete, en la hembra humana fueran aprovechados como Patrimonio de la Humanidad a la vez que como alacenas para la codiciada grasa.
Como tales turgencias eran síntoma de reservas alimenticias, pasaron a constituirse en signo de apetencia sexual: Los machos atraídos por los pechos grandes tenían más descendencia que los pringaos, con gustos más primitivos, y las hembras de grandes pechos podían criar proles más numerosas. Así funciona la selección natural.

Además, el sexo con hembras "turgentes" resultaba más placentero a causa de la excitación extra que la hipersensibilidad de los pezones provocaba en ellas una vez que, a causa ―de nuevo― de la verticalidad humana, el clítoris había quedado expédito en la parte frontal femenina. Por todo este encadenamiento de circunstancias quedó desde entonces como la posición sexual más frecuente de la pareja humana el "cara a cara", a diferencia del resto de los primates, cuya inclinación vertebral les empuja a otro tipo de inclinación sexual.
Por el mismo motivo, pero a la inversa, y a la espera de la actividad a largo plazo de la reacción defensiva de la naturaleza, a la que no le gustan las bromas con sus cosas, en el "Primer Mundo" se está comenzando a favorecer la aparición y difusión de las mujeres "flacuchas" y sus secuelas bulímicas, otro "preocupante problema de salud pública", esta vez en las clases más favorecidas.

En esta sociedad, en la que la alimentación infantil corre a cargo de las multinacionales del ramo, la delgadez es síntoma de alimentos, sauna y aerobic caros, o de cara liposucción: Hoy, los machos atraídos por los pechos pequeños ―o sea, por hembras menos "potentes" pero más "pudientes"― tienen mejor descendencia que los de gustos más primitivos, es decir, una descendencia más alta, más rubia y con los ojos más azules. Y estas hembras de púberes pechos pueden criar proles más numerosas y con nombres más bonitos.

Pero como las incultas masas de la clase media seguimos disfrutando de unos gustos de lo más grosero, aún no podemos desengancharnos de los atractivos eróticos de la turgencia pectoral. Así que la grasa va siendo artificiosamente sustituida por la silicona, sobrecargando el organismo y el bolsillo con un peso muerto que les hace la vida imposible.

Así pues, la combinación estética ideal de la juventud del pueblo llano parece consistir hoy por hoy en unos senos prominentes adosados a una figura esmirriada. Así anda la pobre selección natural. Hecha un lío.
Hoy todavía nuestros más mayores ―que también "han pasado una guerra", no lo olvidemos― se lamentan de estas chicas modernas a las que "no tienes donde agarrarte".

Existe un entrañable término, en bastante desuso, que nuestros mayores aplican a las personas que "lucen" esta esbeltez, el adjetivo esmirriado, flaco, consumido. Creado en el s.XVIII, tiene el mismo sentido, y origen, que el portugués 'mirrado', amojamado, seco, y parece que deriva de 'myhrra', de la mirra, en el sentido de momificado, pues ese producto que tanto les gustaba regalar a los Reyes Magos ("gomorresina amarga, aromática, roja, semitransparente, frágil y brillante, de un árbol de Arabia y Abisinia") parece que se empleaba para el embalsamamiento de cadáveres exquisitos. (Aunque también se comenta en voz baja que en realidad es una droga. ¡Shhh…!)

La sorprendida evolución natural no ha tenido tiempo aún de reemplazar la fabricación de grasa por la elaboración de músculo, nervio o hueso. No ha habido lugar para ir reajustando generación tras generación, según es su costumbre, el modelado de seres cuyo corazón pueda resistir la obesidad sobreabundante, tan idealizada por los neolíticos y por los contemporáneos de Rubens, que también las pasaban canutas.

Ya con los australopitecos el futuro empezaría pesar en el alma rudimentaria de los homínidos. Eso es lo que viene a sintetizarse en la maldición bíblica por excelencia, «comerás el pan con el sudor de tu frente». En el resto de los animales los instintos del miedo y la agresión obedecen a disparos de adrenalina de corta duración que, al no prolongarse más allá del estímulo instantáneo creado por la presencia del depredador o de la presa, no dejan secuelas en la psique, si es que los no homínidos tienen tal cosa, que parece ser que sí.

Pero en el homínido, en nosotros, que tantos millones de años estuvimos respondiendo de igual manera que el resto de los animales, la repentina preocupación por «el pan nuestro de cada día», es decir, por un sistema de alimentación estable a largo plazo que preserve la existencia de la tribu, sin la cual ya no era posible la caza ni la descendencia propia, daría lugar a una tensión anímica continuada y abrumadora que hoy ―tan cerca aún de las puertas del cercado Paraíso― sigue constituyendo una epidemia social: la llamamos estrés.
El hambre canina universal, el hambre crónica del Tercer Mundo, la bulimia, la anorexia y la obesidad de Occidente... El estrés mortalmente creciente, azuzado por el sistema productivo globalizado como la causa el efecto y el signo de la competitividad y el triunfo social, simultaneándose con la anulación moral y el fracaso personal...
El hambre y el estrés constituyen la herencia y el precio que la civilización se viene cobrando por colocarnos en la "cumbre de la Naturaleza" en contra de la voluntad y el equilibrado diseño elaborado por ésta para el conjunto del planeta.

El problema no es meramente estético o físico: la Organización Mundial de la Salud define ambas enfermedades, bulimia y anorexia, como trastornos psicopatológicos, es decir, enfermedades cuyas consecuencias son físicas, pero de origen mental, y que en consecuencia pueden alterar la libre voluntad de quienes las padecen.



Hambre y Miedo

En cualquier caso, no sería hasta más o menos el quinto milenio, con la instauración en el mundo de los primeros Estados ―como consecuencia de la aparición de la agricultura y sus consiguientes excedentes cerealísticos en esos escasos pero amplios valles fértiles de Mesopotamia, Egipto, India y China―, que los prisioneros de guerra se hicieron más rentables como mano de obra esclava, necesaria para la construcción de fortalezas, palacios, templos y murallas ―para la edificación de la Civilización― que como carne comestible. Así funciona el Progreso.

Como muestra de la trascendencia de esta necesidad de carne, consustancial con nuestra potente pero delicada maquinaria corporal, importantes antropólogos resaltan que «la idea misma de sacrificio, fundamental para las doctrinas formativas del cristianismo, el hinduismo, el judaísmo y el islam, se desarrolló a partir del reparto de la carne en los campamentos y aldeas de la época prehistórica» (Marvin Harris).

La huella de la unión del rito con la alimentación es tan duradera y profunda que hoy se sigue denominando sacrificio ―palabra derivada de 'sacrum-facio', acto sagrado― a la inmolación, sea comercial o privada o de cualquier otro tipo, del ganado.
En nuestra fisiología más íntima se hallan los condicionamientos a las dos circunstancias que han llevado de la mano a nuestra cultura y a nuestra civilización: el hambre y el miedo. Nuestra cualidad omnívora pero fundamentalmente carnívora ha ido desarrollado unas facultades a lo largo de la evolución ―básicamente concernientes al cerebro y la mente, cuerpo y alma del intelecto―, relacionadas con las herramientas y los ardides necesarios para procurarnos grasas y proteínas.
Nuestra progresiva estructura corporal y mental ―hoy por hoy, el cerebro consume, él solo, el 25% de la energía que acumulamos― iba exigiéndonos más y más combustible, hasta el punto de llegar no solamente al canibalismo si preciso fuera, que lo fue, sino al infanticidio y al geronticidio, es decir, a la eliminación de aquellas "bocas", niños y ancianos, que llegaban a suponer una amenaza para la supervivencia de la tribu a la hora de encontrar y repartir el alimento.

Por otro lado, esta dependencia de la carne nos obligaría a ser más sociables, o lo que es lo mismo, sólo los más sociables de nuestros antecesores, los más capaces de forjar alianzas duraderas, sobrevivieron, procrearon y pudieron evolucionar. Pero también les forzó a ser más violentos y crueles, pues sólo los más agresivos y los más capaces de infundir terror se quedarían con los territorios de caza y con las hembras. Algo que hoy se sigue enseñando en las escuelas y las televisiones, y practicando en las empresas y la calle.

Prácticamente todas las sociedades estudiadas por los antropólogos expresan su reverencia por la carne, al servirse de ella dentro de festines o banquetes, como refuerzo de los vínculos de unión entre compañeros, amigos, aliados y parientes.
Individuos y familias rara vez comparten el cereal o las hortalizas, pero «jamás consumirán el botín de la caza sin cortarlo en porciones y compartirlo con todos los hombres importantes de la aldea, quienes a su vez lo redistribuyen entre las mujeres y los niños. No pueden imaginar que una familia coma carne y las demás no. Al compartir la carne se alivia el miedo al hambre; la persona con quien se ha compartido hará lo propio cuando obtenga algo de carne; las gentes se sustentan mediante una red de obligaciones mutuas que hace que todo el mundo en el campamento reciba algo, aunque sea un bocado» (Marvin Harris, Bueno para comer).

Sin tener que imaginarse demasiado, hoy mismo, las familias que no han sucumbido a la atracción de las urbes, nunca olvidan a sus parientes de la ciudad a la hora de "la matanza", y les siguen reservando sus ristras de morcillas y chorizos con el mismo celo y preocupación que si su supervivencia dependiera de ese paquete.

Mucha atención al concepto de "red de obligaciones mutuas", pues es la base de convivencia para todo tipo de sociedades, animales y humanas: Todos llevamos grabada a fuego una instintiva contabilidad de intercambios ―flexible, eso sí, en cuanto a cantidades, calidades y "tiempos de retorno" de nuestros "favores y regalos"― que puede llegar a arrojar a las tinieblas exteriores al gorrón que, defraudando expectativas, descuide la jamás confesada [¡Por Dios, qué cosas se te ocurren!] "ley de reciprocidad general" o "confraternidad de suma cero". Un código que es independiente de sentimientos, pertenencias y propiedades..., y que influye en el futuro de todos nosotros. El que avisa no es traidor.

«Para notar a uno de cornudo suelen usar de un término en dialogismo, diziendo uno de la conversación, quando el cornudo passa por delante: "Ponte su gorra"; y responde el otro: "más quiero andar en chamorra"» (Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la Lengua Castellana o Española, 1611)

Gorrón: palabra del s.XVII abreviación de "vivir de gorra", locución aplicada al parásito, "por lo mucho que éste ha de prodigar los saludos". (Joan Corominas).

«Me invitas siempre que sabes, Nasica, que tengo invitados. Te ruego me excuses; ceno en casa»
«Un frasco revestido de mimbre flexible, útil para conservar el agua hervida y fría, es el regalo que te espera para Saturnalia. Si deseas que te envíe en el mes de diciembre un obsequio propio del verano, envíame de tu parte una toga fina y ligera» (Marcial: Epigramas, Libro II, 77 y 83)


Ferias y Fiestas

Como quien dice, acabamos de bajarnos del árbol para tirar del arado, que, vaya, tampoco está mal como gimnasia rítmica; pero con la súbita irrupción de la industrialización de la naturaleza, desempleo inexorablemente progresivo aparte –para eso se industrializa–, la selección natural no ha tenido tiempo de adaptarse a la inundación de grasa que supone la llamada "comida basura" o a la sobredosis de calorías de las fiestas navideñas.
Para nuestros antepasados, en cambio, tales fiestas, y cualquier otra fiesta, eran las ocasiones excepcionales que había ―y para eso se celebraban― para atesorar esas grasas a las que nos referíamos antes. Grasas imprescindibles en aquellos tiempos para poder superar la siguiente helada, sequía, inundación, pedrisco, epidemia, plaga, leva militar o bandidaje de uno u otro signo.

‘Fas', o 'Nefas'. Haced, o No hagáis. Hacer, o no hacer. He ahí el dilema de toda moral y cualquier ética. Y en Roma para resolver dudas estaban los Augures, qué suerte, sacerdotes especializados en técnicas como el vuelo de las aves o el examen de vísceras, el hígado normalmente, por las que averiguaban las preferencias de los dioses para el caso. Así se confeccionaba el calendario laboral romano y se marcaban los días de mercado (feria, en latín, significa día de fiesta), los días agradables a los dioses para que se celebrasen los fastos, pues eran días que, como los nuestros, les eran consagrados.
Y, salvo en la Roma Antigua y en el Occidente Moderno, eran las excepcionales ocasiones anuales para ponerse los harapos de los domingos bailotear en la plaza y darse un festín... si todo había ido medianejamente con los sembraus y los gorrinos.


En Egipto el pueblo sólo tenía ocasión de entusiasmarse y engordar en las grandes fiestas anuales de la luna nueva y la luna llena, en las que aprovechaba para iluminarse hasta la incandescencia con "experiencias místicas" consideradas como una posesión del espíritu divino, propias de todas las fiestas de todas las épocas. El resto del año tal lujo de inspiración estaba reservado a nobles y sacerdotes ―para quienes el vino era "herramienta de conocimiento y trascendencia", naturalmente―, también lo mismo que ha ocurrido en todas las eras: en persa, 'dem' significa lo mismo vino, que alma, que tiempo, neblina en fuga.

De acuerdo con las faenas agrícolas, el curso del año solar se dividía en tres partes que regulaban los correspondientes trabajos: la estación de Akhet, o de la Inundación, de junio a octubre, Peret, o de la Cosecha, de octubre a febrero, y Shemu, de la Sequía, de febrero a junio. Quedaba así el año jalonado por dos grandes festividades, la Celebración del Opet, en el segundo mes de la Inundación, y la Bella Fiesta del Valle, conmemoración de difuntos, en el segundo mes de la Sequía.

Estos dos períodos festivos fueron costumbre generalizada en todos los pueblos antiguos con sus respectivas variantes culturales y climáticas, como vemos por ejemplo en las celebraciones hititas ―por citar un imperio montaraz aniquilado antes de conseguir asentarse en el valle―, donde hay dos grandes ritos religiosos, de más de un mes, como la Celebración del Azafrán (en primavera) o la Celebración de la Prisa (en otoño), con presencia del rey en las localidades más importantes.

Por su parte, los hebreos, tuvieron que aprovechar su larga y penosa estancia en la península del Sinaí ―a la que tanta querencia demostraron posteriormente en sus guerras con el Egipto del s.XX― durante su éxodo hacia la "tierra prometida" para ponerse al corriente de las excéntricas costumbres de los pueblos agrícolas, lo cual les debía resultar bastante traumático, pues en la conciencia popular estaba que «fue Abel pastor y Caín labrador»
Así vemos como una de las normas que Moisés se bajó del Jabal Musa ―en árabe, "monte de Moisés", a veces llamado Horeb y universalmente conocido como monte Sinaí― fue el nuevo calendario laboral con las fiestas anuales, para que la gente se fuera haciendo a la idea de lo que era la vida agrícola.

Tras leerles la cartilla del Decálogo, Moisés informó a sus gentes del convenio colectivo con Jehová, según el cual, y basándose en el veterano calendario egipcio, a partir de entonces sus fiestas anuales estarían conectadas con la futurible cosecha de cereales de la siguiente manera (Éxodo 34:21-22):
«Seis días trabajarás; el séptimo descansarás; no ararás en él ni recolectarás.
Celebrarás la fiesta de las semanas, la de las primicias de la recolección del trigo y la solemnidad de la recolección al fin del año»

La situación era un poco prematura como para precisar mucho más, ya que los aperreados israelitas todavía no habían acabado de salir de Egipto después de no sé cuantos años, ellos dicen que cuarenta, tragando arena y a dieta de maná.


El griego siempre han sido un “pueblo botado al mar por su geografía”, y como todas las gentes sin vinculación al labrantío ―hebreos, hititas, cretenses, romanos…― vivía a salto de mata y celebraba las fiestas en cuanto se presentaba algo que celebrar, ya sea el trueque ventajoso de una partida o el destripamiento de un poblado desprevenido. Las olimpiadas, aunque de toda la vida nos han sido vendidas como un “festival de hermanamiento entre ciudades”, nunca jamás solucionaron un conflicto ni estrecharon un milímetro los agrios lazos entre las metrópolis helenas. Eran, más bien, o fueron más bien en sus orígenes una competición entre guerreros en las que cada cuatro años se verificaba escrupulosamente qué mozo de qué Estado y con qué postura meaba más lejos.
De todas formas era una misión que no culminó ni el rey Filipo ni su hijo, el mismísimo Alejandro, que prefirió salir pitando con sus muchachos y dar la vuelta al mundo antes que regresar a la jaula de escorpiones natal.
Arriba mencionamos la parquedad de las estaciones helenas y su repercusión en la historia de la humanidad. La aleatoriedad de los festejos griegos queda bien reflejada por Hesíodo nuevamente, continuando con el interminable sermón al sufrido Perses, que por estas líneas debía estar ya el hombre al borde del suicidio:
«Jamás el hambre ni la ruina acompañan a los hombres de recto proceder, sino que alternan con fiestas el cuidado del campo. La tierra les produce abundante sustento y en la montaña la encina carga de bellotas sus ramas altas y de abejas las de en medio. Las ovejas de tupido vellón se doblan bajo el peso de la lana. Las mujeres dan a luz niños semejantes a sus padres y disfrutan sin cesar de bienes. No tienen que viajar en naves y el fértil campo les produce frutos» (Trabajos y Días, 230)

Dejando aparte el hecho de que la sociología histórica desmiente categóricamente que toda esta ristra de venturas sea lo que les suele acontecer precisamente a “los hombres de recto proceder”, este pasaje trasluce lo escueto de la agricultura helena. A pesar de ello, el timorato autor continúa reacio a lanzarse a la aventura marítima e insiste fervientemente en la conseja de labrarse el porvenir ateniéndose al sentido literal del término "labrar".
Los romanos, como todos los pueblos que vivían de la rapiña, hasta el s.−VII habían venido usando un año independiente del correr de las estaciones. Ni por su forma de subsistencia ni por las características de sus gentes necesitaban “darse la fiesta” de manera tan austera y puntual como la generalidad de las poblaciones agrícolas. Para ellos una fiesta era el resultado del “trabajo” de cada expedición bélica. Incluso luego, a partir de Numa, las festividades romanas, que son las nuestras, estaban bastante alejadas de los ciclos estacionales, aunque tampoco descuidasen a las correspondientes divinidades vegetales en su momento apropiado, por si acaso.

Virgilio era muy consciente del mundo en que vivía cuando, desde la misma dedicatoria de las Geórgicas, tiraba de la toga de Augusto de esta suave manera:
«También quiero que me ayudes tú, ¡oh César!, que un día tendrás asiento en los consejos de los dioses. ¿Qué tomarás bajo tu protección? No se sabe aún. ¿Visitarás las ciudades o te cuidarás de las tierras? Si es esto último, el vasto universo te acogerá como autor de las cosechas y árbitro de las estaciones, y ceñirá tus sienes con el mirto maternal».

Como vemos, Virgilio se muestra bastante reticente respecto de la vocación agrícola del jefe. Pero como audaz cortesano que es, le inspira la idea de añadir su nombre al de Julio César en el calendario, cuando poco después melosamente insinúa:
«¿O irás a colocarte, como un astro nuevo, en la sucesión de los meses de lenta marcha, ocupando el lugar que se extiende entre Erigone y las tenazas de Escorpión, que la persiguen? ».

Erigone era hija de Icario, introductor de la vid en Atenas, su patria, la cual se ahorcó a causa del dolor producido por el asesinato de su padre a manos de unos pastores. Zeus premió su virtud ascendiéndola al Hollywood de los Antiguos, como estrella de Virgo.

Como curiosidad mencionaremos que, hasta el momento de asentarse definitivamente en el Lacio, el primero de los meses de su año era marzo, en consonancia con el inicio de las campañas bélicas ―marzo, mes de Marte―, y el último era diciembre, mes décimo, pues únicamente la guerra marcaba pautas y ritmos de vida, y se carecía del concepto de ciclos continuos: el año empezaba cuando el barro y el hielo abandonaban los caminos y terminaba cuando éstos se hacían impracticables.

Para ellos sólo existían dos estaciones: 'veris', el buen tiempoverao viene a ser algo así como "relativo a veris"―, e 'hibernum' ―raíz de invierno―, el mal tiempo; 'veris' abarcaba desde el clima suave de marzo hasta el sofocante de agosto, mientras que 'hibernum', "época de temporales", incluía fases muy poco invernales, aunque eso era lo de menos puesto que 'hibernare' realmente significaba lo mismo que para los ordenadores: hibernar, "tener que permanecer paralizado en los cuarteles de invierno".
Cuando llegó el s.−VII, y los romanos se hubieron asentado en gran medida sobre los territorios conquistados a los etruscos y demás antiguos moradores, empezaron entonces a disfrutar de los placeres de la vida agrícola y rural, con lo que les fue necesaria una secuencia estacional climática más acorde con sus nuevas ocupaciones.

Así pues hubo que subdividir aquellas dos estaciones de toda la vida: primero se diferenció la de máximo calor, que comenzó a ser llamada 'veranum', simplificación de 'veranum tempus', época de buen tiempo, verano que posteriormente pasó a llamarse familiarmente 'æstivus', estío, un interesante término derivado de 'æstus', calor ardiente, por lo que 'æstas / æstatis' significaba lo mismo "estío" que "campaña militar". Así pues, la fase restante, la menos calurosa, fue denominada 'prima vera', en femenino tal cual, primavera, "primer buen tiempo", quedando el verano como época de transición entre primavera y el estío; para el variable período anterior al invierno se echó mano del etrusco 'autu', lluvia, originando 'autumnus', lluvioso, otoño; 'hibernum' conservó su ancestral nombre y significado, primero ivierno, después invierno, teniendo por ello el verbo 'hibernare', los sentidos de invernar e hibernar.

Como vemos, nada hay en estas denominaciones que haga referencia a los trabajos del campo pero sí a los de la guerra. De hecho su programa de ferias y fiestas se parece bastante al actual de Occidente, algo que no es de extrañar pues nuestras plebes urbanas y sus ocupaciones cotidianas son espejo y continuación de las suyas. Nuestra civilización sí que es un verdadero Renacimiento, y no el de los Médicis.

«En este mes de diciembre que se regalan por todas partes servilletas, cucharillas de plata, velas de cera, rollos de papel y jarras puntiagudas conteniendo conservas de Damasco, nada tengo que ofrecerte sino libros de mi cosecha. Te pareceré seguramente un avaro y desconocedor de lo que es costumbre. Pero es que detesto las astucias y los deshonestos cálculos que se esconden detrás de los obsequios.
Los regalos son como anzuelos ¿Quién ignora que el voraz sargo es víctima de la mosca que se ha tragado? Un pobre es generoso, Quintiliano, todas las veces que no ofrece nada a un amigo rico».


Pero si así era como se dolía Marcial, hace dos milenios... Qué se puede añadir ya!


Sed buenos, si podéis.

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Esta aventura es una exploración de las venas vivas que parten del pasado y siguen regando para bien y para mal el cuerpo presente de esta sociedad occidental... además de una actividad de egoísmo constructivo: la mejor manera de aprender es enseñar... porque aprender vigoriza el cerebro... y porque ambas cosas ayudan a mantenerse en pie y recto. Todo es interesante. La vida, además de una tómbola, es una red que todo lo conecta. Cualquier nudo de la malla ayuda a comprender todo el conjunto. Desde luego, no pretende ser un archivo exhaustivo de cada tema, sólo de aquellos de sus aspectos más relevantes por su influencia en que seamos como somos y no de otra manera entre las infinitas posibles. (En un comentario al blog "Mujeres de Roma" expresé la satisfacción de encontrar, casi por azar, un rincón donde se respiraba el oxígeno del interés por nuestros antecedentes. Dedico este blog a todos sus participantes en general y a Isabel Barceló en particular).