Vi un ángel que descendía del cielo, trayendo la llave del abismo y una gran cadena en la mano. Cogió al dragón, la serpiente antigua, que es el diablo, Satanás, y le encadenó por mil años. Le arrojó al abismo y cerró, y encima de él puso un sello para que no extraviase más a las naciones hasta terminados los mil años, después de los cuales será soltado por poco tiempo» (Apocalipsis, 20,1)
Según cuenta Herbert Wendt (Antes del Diluvio) en abril de 1700 se descubrió en Cannstatt a orillas del Neckar un enorme montón de huesos de mamut que ocasionó la que se cree sea la primera excavación arqueológica sistemática, pues el duque de Württemberg ordenó averiguar...
«...si estos huesos y cuernos han crecido en la tierra como mero capricho y obra de la naturaleza, si son de animales vivientes nacidos en el vientre materno, o si debían considerarse restos humanos».Atendiendo a su petición, y procedentes de Stuttgart, un sabio opinaba que eran restos de los elefantes de Aníbal, otro pensaba que procedían de un altar sacrificial romano, y un tercero explicó que eran efecto y recuerdo del diluvio universal.
Desde la afortunada institucionalización de los yacimientos de la burgalesa Serranía de Atapuerca, los despojos abandonados por la naturaleza en remotas edades, base material de la Arqueología la Paleontología y demás "logías", conviven hoy familiarmente con nosotros incluso en el mundo infantil... Más bién, sobre todo en el mundo infantil, lo cual está muy bien, pues ya pocos niños estarán dispuestos hoy a soportar camelos del celuloide como la imagen que abre estra entrada, encima del todo, procedente del film o cosa titulado Hace un millón de años, y en el cual Raquel Welch junto a otros seres humanos olímpicamente ignorados por los espectadores desafía a cuerpo gentil a unos dinosaurios más bien torpes y medio lelos.
Y aunque siempre nos quedará Atapuerca, hay que reconocerle a Spielberg el mérito de que hoy todo niño entre dos y cincuenta años sepa que el último dinosaurio se extinguió hace unos 65 millones de años en un planeta de un solo continente, llamado Gondwana; y hasta es posible que también sepa que los primeros humanos que fabricaron herramientas pulularon por África hace más de dos millones de años sólamente, eran más parecidos a Samy Davis Jr. que a miss Welch (Samy sería el "apolo" del Homo habilis, y Whoopi Goldberg su "venus"), y ocuparon un planeta tal y como lo conocemos hoy, aunque con un nivel del mar al menos cien metros inferior al actual. Y si los niños no lo saben, todo será que Spielberg se ponga con una peli sobre Darwin... (aunque no sé yo si será mejor no dar ideas, no vaya a ser que la fastidiemos).
Sin embargo, hasta hace poco más de doscientos cincuenta años, hasta el s.XVIII, se consideraba que los fósiles eran un capricho más o menos curioso de la naturaleza, juegos de la Creación ―también eran denominados "petrefactos"―, producidos, en suma, por una mística 'vis plastica', latinajo que puede traducirse en algo así como "ánima escultórica", un espíritu peligrosamente parecido a los faunos paganos (derecha, en plena vendimia en un precioso vaso ático del s.-IV) ―que no por nada originaron la palabra "fauna", genérico de Fauno, deidad protectora de bosques y campos, hijo de Júpiter y Circe, y colega del Pan griego― sólo que aficionados a la escultura, la alfarería y la pintura, que se entretenían modelando toda clase de formas animales y vegetales y dejándolas tiradas por cualquier sitio.
Más racionalmente, el historiador del s.−V griego Herodoto había pensado, durante su visita a Egipto, que las diminutas conchas incrustadas en los bloques de la piedra de la Esfinge eran lentejas procedentes de la comida de los obreros ―qué lejos los tiempos puñeteros de Esaú y Jacob― que construyeron el monumento.
Lógicamente, en todos los tiempos, en todos los lugares y en múltiples ocasiones han salido a la luz los restos de animales prehistóricos, unos restos que de acuerdo a las tradiciones y culturas de cada lugar han dado pie a las antiguas y universales creencias en dragones y gigantes alrededor de los huesos y cráneos de dinosaurios, mamuts y osos de las cavernas hallados casualmente al trabajar minas, canteras, zanjas y pozos: fósil significa "procedente de un foso", aunque según el sentido literal de la palabra son fósiles todas aquellas cosas que se extraen después de haber permanecido enterradas.
CONTENIDO:
1 El Reino del Dragón, el dragón en la literatura y su relación con la serpiente
2 El Reino de las Quimeras, animales imposibles, más jeroglíficos que mitológicos
3 El Reino de las Piedras, cuando las piedras no eran fósiles ni geológicas, sino vivientes
4 La Sinrazón de la Razón, cuando la filosofía primaba sobre la observación
5 Las Ataduras de la Fe, cuando la Religión primaba sobre la Razón
6 La España Fósil... racionalmente hablando
1 El Reino del Dragón
Muchas tradiciones hablan del origen de los tiempos brotando de un abismo acuoso removido por un espíritu ardiente cuyos ojos miran hambrientos a su alrededor, gesto que da al dragón su nombre griego, el arcaico ‘derkesthai’, lanzar miradas fugaces, del cual acabarían saliendo el griego ‘drákon’ y el latino ‘draco’. Prácticamente desde el comienzo de la humanidad, la osamenta dispersa del dinosaurio se ha transformado en dragón y ha cobrado cuerpo de serpiente y, cubierto de joyas mágicas, ha fertilizado la imaginación y la imaginería de todos los pueblos de la tierra como si de una fuerza real de la naturaleza se tratara.
De hecho ha llegado a nuestros días como motivo frecuente en la simbólica decoración arquitectónica de muchas de las catedrales góticas, las joyas mágicas de cuyas sacristías, altares y camarines vigilan celosamente.
(Jasón vomitado por el dragón, entre dos monedas célticas procedentes de Bohemia)
«...Y ellos dos por una senda llegaron hasta el bosque sagrado, buscando la enorme encina sobre la que estaba echado el vellocino, semejante a una nube que se enrojece con los encendidos rayos del sol naciente. Pero frente a ellos tendía su larguísimo cuello el dragón, que vigilante con sus ojos insomnes los había visto venir. Silbaba de manera espantosa, y alrededor las extensas orillas del río y el inmenso bosque resonaban...
Como cuando por encima de un bosque incendiado giran inmensos torbellinos de humo ennegrecidos, y uno tras otro enseguida surgen sin cesar elevándose desde abajo en espirales hacia lo alto por el aire; así entonces aquel monstruo retorcía sus inmensas ondas, cubiertas de resecas escamas» (Apolonio de Rodas: Argonáuticas)
En las mitologías griegas ~aparte del dragón que custodiaba el Vellocino de oro, de aquí encima~, y en todas las orientales, precursoras de ellas (cuyos especímenes tienen la peculiaridad motriz de carecer de alas y estar impulsadas por propulsión mágica; izquierda vista del Dragón de este Año Nuevo Lunar de 2012, en City Pillar, Tailandia), los dragones y dragonas, que de todo hubo, nunca custodiaron tesoros sino lagos, manantiales o fuentes de las cuales eran espíritu o genio.
Pero es que el agua era el verdadero tesoro de la Antigüedad: hasta la apertura de las rutas comerciales, allá por el tercer milenio en Oriente Próximo ningún asentamiento humano podía establecerse lejos de una corriente de agua. Para hacerse una idea de su importancia diremos que el término rival deriva del latín 'rivus', río, arroyo, canal, y significa "vecino del mismo río" (nuestro).
De hecho, era muy normal que la amenaza con que los dragones solían exigir rebaños y vírgenes de ambos sexos para su consumo interior bruto, consistiese en el corte del suministro del agua procedente de la cuenca hidrográfica bajo su control (comportamiento similar, por otra parte, al de las actuales compañías hidroeléctricas, verdaderas sucesoras de aquellos monstruos desalmados).
El que tras Grecia la mitología coloque a los dragones exhalando azufre y en el interior de cuevas protegiendo tesoros, parece deberse a que, con el ocaso de Roma, se dio notoriamente el caso de ladinos ahorradores que, jugándose el pellejo, colocaron enterradas sus pertenencias "en metálico" en el interior de cuevas de las que procedían emanaciones sulfurosas, capaces de provocar de todo y de todos los colores, y de acabar con cualquier bicho viviente que se aproximase en un despiste. Y los pobres dragones cargaron con el mochuelo. Como Minerva.
Quizá una lectura superficial del pasaje de las Argonáuticas, reproducido algo más arriba, indujera a suponer que el dragón que custodiaba el Vellocino echaba fuego o era de fuego. En cualquier caso, la evolución del dragón de agua hasta el dragón de fuego corre a cargo del Egipto copto, una vez más Egipto. Uno de los eslabones perdidos entre ambas tradiciones culturales se ha hallado en el Louvre en forma de un relieve exento del s.V, es decir, la época en que muere definitivamente la Antigüedad clásica y pagana, y nace el medievalismo cristiano (imagen izquierda).
Se trata de una escultura de composición algo bizantina en la que Horus, el dios de cabeza de halcón, aparece vestido de legionario alanceando a Seth, dios animalesco pluriforme representante del Mal, esta vez bajo la piel de un cocodrilo de Lacoste. Digamos de paso que ambos, Horus y Seth, eran hermanos y protagonistas de una lucha fratricida sin cuartel por causa de la herencia paterna: un mito de carácter universal ~Caín y Abel, Esaú y Jacob, San Miguel y Lucifer, Rómulo y Remo, Castor y Pólux, Zeus y Hera (además de hermanos, matrimonio!)...~, también exportado desde Egipto, y que parece haberse incorporado al ADN humano... a partir de la invención de la agricultura.
Tenemos así a un animal de agua presto a dar el salto ígneo de un momento a otro hasta colocarse de cancerbero guardián de los tesoros preservados en los monasterios románicos (capitel de la derecha) predecesores de los camarines y sus sacristías góticas que acabamos de mencionar al inicio del punto.
Es decir, entre Horus y el cocodrilo, y san Jorge y el dragón media un pequeño paso que no se daría tan rápidamente, ya que andar tratando con seres de la mitología pagana ~incluso para darles muerte~ era jugar con fuego, y habría que esperar a la consolidación definitiva del cristianismo con el Renacimiento. Como dice Fontenrose en Python: «Es la leyenda medieval de un santo que no se puede remontar más allá del siglo XIII; pues los primeros martirologios y los Acta de san Jorge, que se remontan como mucho al siglo VI, no mencionan ningún encuentro con un dragón».
La derrota del Panteón olímpico ('pan-theos', todos los dioses del Olimpo) bajo la Cruz cristiana, llevó también incluida la "victoria de san Jorge sobre el Dragón", adaptación vergonzante (que no vergonzosa, cuidado) del mito de Perseo y su rescate de Andrómeda (siempre que identifiquemos a la Gorgona con una dragona), aunque también se le relacione con Jasón y el Vellocino de Oro, que acabamos de citar, por aquello de la reconversión de éste en el aúreo Cordero Pascual que atesoran las catedrales.
Los numerosos retoños del difunto dragón, cualquiera de sus versiones vale, fueron entonces adoptados por los caritativos y conservacionistas obispos, para hacer lo que mejor sabían y más les gustaba: custodiar el Cordero y el resto de los tesoros que en altares y camarines ahora se guardaban en las catedrales góticas... del mismo modo que antaño se habían atesorado en los templos oraculares griegos.
(A izquierda y derecha, personal de seguridad de guardia en las catedrales de Barcelona y Toledo, respectivamente. Así mismo, centrados sobre estas líneas; bajo ellas, San Jorge, sobre la puerta del convento de San Francisco en Palma de Mallorca)
Como los restos que les han dado vida, hay dragones de todos los tamaños y, dada su conocida promiscuidad, de variadas y sorprendentes formas.
Desde el dragoncejo esmirriado que mata san Jorge, algo mayor que un mastín, hasta la enormidad de los dragones chinos, con la envergadura de un portaviones, cuya sangre, al decir del I-Ching, cubre cielo y tierra cuando luchan en la pradera, pasando por el respetable tamaño de la novia dragona del burrito amigo de Shrek. Descontando, naturalmente a los babilónicos Apsu y Tiamat, dragones primordiales de un tamaño planetario y creadores de todo lo existente (debajo, un "Dark Dsurion" auténtico).
Todos los antiguos acertaron al atribuir a aquellos huesos pétreos las características del reptil. Una serpiente sin párpados ni oídos, y que debe a ello sus inquietantes ojeadas. Por mucho que hoy nos pueda turbar, en la antigüedad siempre fue vista como un animal benéfico comunmente empleado para combatir a los roedores en hogares, silos, puertos y almacenes.
Los griegos en particular tenían una en cada casa (o bien una comadreja, con idéntico fin) alimentada con leche y tortas de miel a fin de propiciar, además, la prosperidad y el consejo de los oráculos; es por uno y otro motivo ~así como por su periódica muda de piel que simbolizaba para los antiguos la juventud~ que la serpiente aparecía enroscada en la vara de Esculapio (el Asclepios griego), dios greco-romano de la medicina... así como hoy sigue figurando en el logotipo de nuestras farmacias.
Hay que recordar que por entonces el gato únicamente estaba establecido en Egipto, y es seguro que las serpientes preferían los ratones al empalagoso alimento de sus patrones.
Todavía en los siglos próximamente inmediatos a nuestra Era circulaba una fábula de Esopo que tenía por únicos protagonistas a ambos animales, serpiente y comadreja, en plan ratonicida doméstico:
«Una serpiente y una comadreja se peleaban en una casa. Los ratones que allí había, devorados siempre por una y otra, cuando las vieron pelearse, salieron confiados. Al ver a los ratones, dejaron su pelea y se volvieron contra ellos.
Así también en los estados quienes se mezclan en las rivalidades de los demagogos se convierten, sin darse cuenta, en víctimas de los dos» (La serpiente, la comadreja y los ratones, fábula 197 de Esopo)
Y es que, hasta ayer mismo, se suponía que el gato era desconocido en la antigüedad fuera de Egipto, pues su nombre deriva del latín del s.IV, 'cattus', de origen incierto. También se pensaba que las variedades de pelo corto derivaban de una especie de gato salvaje africano domesticada por los antiguos egipcios desde el −3000, y que eran una especie de secreto nacional. Pero por el número 395, agosto de 2009, de Investigación y Ciencia nos enteramos de que provienen de la especie de gato salvaje existente en Oriente Medio, no del africano, y que en toda esta zona ya eran bastante comunes desde el inicio de la agricultura, es decir desde 5.000 años antes que en Egipto, aunque no tan comunes ni tan pacíficos como los mininos de los egipcios.
Para los entrañables egipcios antiguos fueron los gatos tan valiosos, como protectores del grano almacenado y en el control de las plagas, que los consideraron como protectores de la casa y como dioses (izquierda, la diosa Bastet; derecha, gato momificado alerta en una tumba egipcia). Su exportación estaba prohibida, así como castigado su "deicidio" con la pena de muerte. Creemos que es una condena adecuada teniendo en cuenta que los gatos desde la oscuridad controlan los movimientos de la luna con sus ojos, además de que «un gato es la oportunidad que nos brinda la naturaleza de acariciar un tigre».
En cualquier caso, sí que es probable que los fenicios secuestrasen y criasen en secreto ejemplares egipcios (en secreto para no enfurecer al cliente y aliado faraónico), y sólo los llevasen en sus viajes exóticos, pues cuando los romanos llegaron a Britania se encontraron que allí había ya gatos. Pasados el tiempo y la primacía egipcia en la zona del Próximo Oriente, aparecerían por fin en Grecia y la antigua Roma.
Y en Roma fue donde les incluyeron entre los 'feles', nombre que aplicaban genéricamente a otros pequeños carniceros como la marta o la garduña ―de donde viene 'felinus', felino, como clasificación animal y como adjetivo humano un tanto ambiguo―, y en cuyos lugares alcanzaron gran importancia como cazadores domésticos, pasando a tener mayor trascendencia que las serpientes y comadrejas, utilizadas hasta entonces para tales menesteres sanitarios.
«La fuerza del pequeño felino llegó a considerarse tan intensa que uno de los más eficaces defensores del sol, que le ayuda a abrirse paso entre los horrores de la noche, era precisamente un gato. Se trata del Gran Gato de Heliópolis, consagrado al astro solar y adorado como manifestación de su inmenso poder. La vinculación del gato como expresión del astro solar se evidencia, por ejemplo, en el Capítulo 17 del Libro de los Muertos: «Este gato es el niño Ra en persona; se le llamó “gato” cuando Sia dijo a propósito de él: “¡Hay alguien parecido (a él) en lo que ha hecho?”; así fue creado su nombre de “gato”».
[La denominación antiguo-egipcia para gato es miu, o miut, o mau (la inexistencia de las vocales, un invento griego posterior, da lugar a estas vacilaciones), una onomatopeya al estilo infantil que da sentido a la anterior frase si la leemos en su contexto: «Este miu es el niño Ra en persona; se le llamó “miu”cuando Sia dijo a propósito de él: “¡Hay alguien parecido (a él) en lo que ha hecho?”; así fue creado su nombre de “miu”».
Ilustraremos esta dificultad interpretativa recurriendo a otra versión on-line (Cats in Ancien Egypt) que dice algo así:
«La deidad gato más famosa era Bast, o Bastet, pero hay también un número de otros dioses antiguos egipcios que fueron asociados con gatos. Neith de vez en cuando tomaba la forma de un gato, y el gato era uno de los símbolos sagrados de Mut. Tanto el Libro de Puertas como el Libro de Cavernas se refiere a un dios de gato llamó Miuty (o Mati o Meeyuty). Este dios protege la Undécima División del Duat en el Libro de Puertas (la división justo antes del alba), y cuida de los enemigos de Ra en el Libro de Cavernas. Es también posible que esta deidad sea la misma que "Mauti", quien está representado en la Tumba de Seti II, y también puede referirse a Mau o Mau-Aa (el Gran Gato) como una forma de Ra. En el XVII Capítulo del Libro de los Muertos, Ra toma la forma de un gato llamado simplemente "Mau" (el Gato) para matar la serpiente Apep»].
La serpiente en Egipto tuvo una simbología tan rica como ambivalente, pudiendo resultar protectora y benéfica en algunos contextos, pero temible y peligrosa en muchos otros. En la tumba de Inerkhau el Gran Gato Solar se encuentra empuñando un cuchillo con una de sus patas, cortando con este arma el cuerpo de una gran serpiente. Este reptil encarna aquí a Apofis [que se supone una adaptación del dragón Tiamat], una entidad divina que alude a las energías negativas de la oscuridad y, por tanto, a las fuerzas cósmicas en eterna pugna con el astro solar» (Amigos de la Egiptología: Un gato acuchillando a una serpiente)
(La imagen de la serpiente que se come la cola (o de la cola que se come la serpiente) fue bautizada como Uroboros por los alquimistas, que vieron en ello el acto de autofertlización, el recipiente de esta nueva vida y el período de tiempo que tarda el ciclo de la vida en volver al principio ~véase De Tesoros y Duendes~. Aquí a la derecha vemos como serpiente y dragón eran términos equivalentes en la Antigüedad)
En Grecia, el dragón recibió el nombre de Uranos, y en la India el de Varuna, dios de los Fundamentos, la Ley, el Orden, la Muerte y las Aguas Causales. Pero el dragón europeo, ecológicamente adaptado a su entorno, tenía la parte delantera como la del ciervo, sin duda porque al ciervo se le caen los cuernos, una característica coherente con la muda de la piel de serpiente que forma su cola.
Y, «aunque no lo parezca, la Quimera era sin duda un dragón, ya que lo eran sus padres, Tifón, el Huracán Humeante, y Equidna, la Víbora; como dragón era su hermano, Ladón, el guardián de las manzanas de oro del Huerto de las Hespérides… Y Forcis era el nombre griego de otro dragón marino, también dios de la muerte; su homólogo latino era Porcus u Orcus, de donde deriva nuestra palabra “ogro”…
Y, por acabar con algún dragón conocido aunque exótico, Huracán es un dragón caribeño que, aparte de enriquecer nuestro vocabulario, también provoca terremotos. Tiene dos brazos, uno doblado y apuntando hacia arriba y el otro hacia abajo, con lo cual gira rapidísimamente. Además, su cola serpentínea le facilita enormemente sus desplazamientos en forma de tornado» (Párrafos escogidos de El Dragón, Francis Husley).
(El dragón de Klagenfurth, fuente creada en 1590 según el modelo de un cráneo de Rhinoceros tichornus descubierto en 1335)
Plinio (Historia Natural, VIII, 12) dice que en la India «los dragones son tan grandes que se toman toda la sangre del elefante al que atacan; y así éstos son absorbidos completamente por aquéllos y se derrumban secos, y los dragones, saciados, son aplastados y mueren a la vez».
Hay que aclarar que la palabra ‘draco’ abarcaba a las serpientes de gran talla y costumbres extrañas y también al animal fabuloso ―enorme, a veces alado, guardián de tesoros, que arroja fuego por la boca―; sin embargo se utiliza en un sentido más amplio para nombrar cualquier tipo de serpiente, junto con otros términos como ‘serpens’ o ‘anguis’. (Nota de las traductoras, Ed. Cátedra, 2002).
Algo parecido sucede en la Biblia, donde el profeta Daniel mata al dragón del templo de Bel dándole a comer una bola cocinada con alquitrán, grasa y pelo (14, 27), aunque no ocurre lo mismo en el Apocalipsis, donde el Dragón es el mismísimo Diablo, que dicen nuestras madres refiriéndose a nosotros, los peques (12,7).
«Nadie cree en la actualidad en la existencia de la Hidra de Lerna [a la que mató Hércules en uno de sus Doce Trabajos] ni en la Quimera que tenía tres cabezas. La anfisbena, en cambio, es una serpiente de dos cabezas, una delante y otra en la cola. Cuando avanza, como la necesidad de un movimiento hacia adelante la impulsa, deja que una de las cabezas haga de cola y la otra de cabeza. Y si desea, luego, moverse hacia atrás, utiliza las cabezas de manera contraria a la de antes» (Eliano: Historia de los animales)
2 El Reino de las Quimeras
«Basándose en Aristóteles, Ctesias [médico griego de la corte persa del s.-IV] escribe que también en Etiopía nace un animal al que llama manticora, de gran velocidad y ávido especialmente de carne humana. Tiene las siguientes características: tres filas de dientes que encajan en forma de peine; rostro y orejas de hombre; ojos glaucos [los ojos azules estaban muy mal vistos en Roma]; color sanguíneo; cuerpo de león; una cola que se eleva como el aguijón del escorpión; y una voz que suena como si se mezclara la armonía de la flauta y de la trompa» (Plinio: Historia natural)
No se sabe por qué, todos hemos llegado a interpretar que quimera es una “ilusión, una cosa agradable en que se piensa como posible sin serlo en realidad”. No debe resultar demasiado relajante sacar al parque a pasear una mascota que tenga la parte inferior de serpiente, busto de cabra y cabeza de león, y que además lance llamas por la boca y arrase todo lo que pilla.
Ciertamente se trata de un dragón menor, originado por la circunstancia de que no todos los reptiles creto-jurásicos tenían un tamaño gigantesco. Y la imaginería hitita, otra inspiradora de la griega, nos ofrece una Quimera en un edificio de Karkemish como representación de las tres estaciones del año sagrado tripartito de la Gran Diosa, la Luna, la que imperaba antes de ser destronada por Zeus y su culto masculino y solar. Es una efigie en la que el león simboliza a la primavera, la cabra al verano y la serpiente al invierno (el otoño, época eminentemente agrícola no tenía sentido en las culturas nómadas). Su influencia mítica llegó hasta el Renacimiento en forma de “cimera”, el animal mitológico que remata el yelmo de las armaduras caballerescas.
La Esfinge, más popular que la quimera, es una variante egipcia de ésta que se quedó de piedra al ver las pirámides. Los aterrorizados mortales, y los turistas charter, podían distinguirla fácilmente por su cabeza de mujer, cuerpo de león, cola de serpiente y alas de águila. Su adscripción femenina la hacía más temible que las quimeras (vemos en el grabado de la derecha con qué suavidad le levanta la patita la esfinge a la quimera) y venía a ser un prototipo intermedio entre éstas y las sirenas.
(Véase la representación que de las sirenas tenían los griegos. Este barco lleva a Ulises y sus muchachos. Nada de pescadillas. Pajarracos)
«A vosotras, hijas de Aqueloo, de dónde os vienen la pluma y las patas de ave, puesto que tenéis el rostro de doncella? ¿Acaso porque cuando Prosérpina recogía primaverales flores, formabais parte de su séquito, doctas Sirenas? Después de haberla buscado en vano por todo el mundo, inmediatamente, para que la llanura marina conociera vuestra preocupación, deseasteis poder posaros sobre las olas con los remos de vuestras alas y tuvisteis a los dioses propicios y visteis empezar a dorarse con repentinas plumas vuestros miembros; sin embargo, para que aquella melodía nacida para ablandar los oídos y tan gran don de vuestra boca no perdiera la utilidad de la palabra, permanecieron el rostro de doncella y la voz humana». (Ovidio: Metamorfosis, V, 550)
La sirena original y primordial, la genuina Sirena, no era la mujer sardina que hoy puebla los mares de Hollywood. Ovidio, siguiendo a Apolonio de Rodas, las describió según acabamos de transcribir, dando lugar a que en el Liber monstrorum de diversis generibus, del s.VI, entendieran, de ese lanzarse al mar que sugiere Ovidio, y por una confusión originada entre ellas y los tritones ―mitad hombre mitad peces, subalternos de Tritón, hijo de Neptuno―, que serían de la misma raza que éstos.
La sirena patentada es una ninfa marina, sí, y con busto de mujer, también, pero con cuerpo de ave que atraía y extraviaba a los navegantes como bien sabía el cuco de Ulises y como su etimología previene: ‘seirazein’, atar con cuerdas.
Hijas cantoras de la Tierra, arrastraban a los marineros a las praderas de su isla, donde se amontonaban los huesos de sus víctimas anteriores. Personifican quizá los destrozos causados por el poderoso atractivo sexual femenino, que, irresistible en primera instancia, desvía al macho de sus intereses más realistas para dejarles extraviados una vez que los apetitos hormonales han sido saciados o, peor aún, una vez que no lo han sido.
Aparecían talladas en los monumentos funerarios como ángeles de la muerte, cantando himnos fúnebres al son de la lira, haciendo guardia a fin de apresar y proteger al alma cuando, en forma de ave, se alejase del cuerpo.
Las calaveras de los mamuts, como las de los elefantes y las del resto de los proboscídeos, presentan un considerable boquete que corresponde a la trompa. Para los antiguos aquel fascinante cabezón era la prueba incontestable de la remota existencia de gigantes de un solo ojo, los Cíclopes (nombre compuesto a partir de ‘kyklós’, círculo y 'oops’, ojo, vista). «Es por ello que el Polifemo de un solo ojo, que a veces tiene una madre bruja, aparece en los cuentos populares de toda Europa y su origen puede remontarse hasta el Cáucaso.
Y como el escenario pastoral del cuento caucásico se conservó en la Odisea, se lo pudo confundir con uno de los cíclopes pre-helenos, descendientes de Brontes (trueno), Estéropes (relámpago) y Arges (rayo), y famosos forjadores de metal cuya cultura se había extendido a Sicilia y que quizá tenían un ojo tatuado en el centro de la frente como una marca de clan; y también en el sentido de que los herreros se cubren con frecuencia un ojo con un parche para evitar las voladoras chispas». (Robert Graves, Los mitos griegos. También todos los datos “fisiológicos” de los seres tratados en este apartado)
Así lo resume H. Wendt: «Los navegantes de la Antigüedad clásica hacían de Sicilia la patria de los gigantescos cíclopes que poseían un ojo, impar, en la frente. La causa de esto está en el hecho de que en las cavernas sicilianas del estrecho de Mesina podían encontrarse restos de un curioso elefante enano, Elephas mnaidriensis, que vivió en los inicios del Pleistoceno. No es de extrañar que de acuerdo con el mito homérico se tomase el cráneo de tal elefante por la cabeza de un gigante. El orificio nasal pasaba por ser la cuenca de un ojo frontal (imagen izquierda, debajo); las verdaderas órbitas oculares pasarían inadvertidas por su posición ocular». (Tras las huellas de Adán).
«Por el lado del Norte parece que se halla en Europa copiosísima abundancia de oro, pero tampoco sabré decir dónde se halla, ni de dónde se extrae. Cuéntase que lo roban a los grifos los cíclopes arimaspos; pero es harto grosera la fábula para que pueda adoptarse ni creerse que existen en el mundo hombres que tengan un ojo solo en la cara, y sean en lo restante como los demás» (Herodoto: Los nueve libros de la Historia)
Los cíclopes son un caso particular de la famosa raza de los gigantes, una raza que no recibiría su golpe hasta que Don Quijote se ocupó de ellos. Siempre han tenido tanta crédito como mala prensa, pues no en vano su existencia viene avalada por la Biblia, cuando el Génesis (6,4) narra los prolegómenos del Diluvio ―concretamente, ciento veinte años antes de éste―, dice: «En aquel tiempo había gigantes sobre la tierra: porque después que los hijos de Dios se juntaron con las hijas de los hombres, y ellas concibieron, salieron a la luz estos héroes famosos muy de antiguo».
Algunos piensan que "los hijos de Dios" fueron de la familia de Set, y "las hijas de los hombres" de la familia de Caín, y con razón, puesto que aquellos otros hijos e hijas que engendró Adán después de Set no vuelven a dar señales de vida.
Bastante más cercana, del año 1613, es la anécdota de los huesos hallados en un pozo de arena del francés castillo de Chaumont, los cuales correspondían a un dinoterio. Fueron exhibidos por media Europa como los restos de un gigante, concretamente, del “Gigante Teotobocus, rey de los teutones y los cimbrios”.
Cerraremos este apartado con dos curiosos especímenes singulares: el Unicornio y el Ave Fénix. Empezábamos esta historia hablando de un “enorme montón de huesos de mamut descubiertos en 1700”, pues bien, los colmillos seleccionados de entre aquellos restos acabaron convirtiéndose en polvo destinado a las farmacias de la corte ducal de Stuttgart. El motivo era que tales colmillos se juzgaron cuernos de unicornio. Y ya se sabe que el cuerno del unicornio es la mejor de todas las medicinas.
En el s.XVII, los científicos que los hallaron, montaron el rompecabezas formado por los dispersos huesos y colmillos de un mamut ―palabra que resulta de simplificar el nombre que los campesinos siberianos daban a los restos encontrados entre los hielos, mammotowakost―, de esta curiosa manera: les resultó una especie de unicornio que ellos denominaron licornio. Aquí vemos, cómo juntaron las piezas óseas y cómo imaginaron al animalito propietario de ellas.
La leyenda del unicornio se refería originariamente a las vacas sagradas orientales; pero luego se descubrió el rinoceronte asiático-africano, también de cuerno afamadamente curativo; aunque el prolongado y reconocidamente retorcido cuerno del unicornio es en realidad la defensa de un curioso mamífero marino, el narval. De modo que el fabuloso animal es, nuevamente, una composición basada en las tres especies citadas, la vaca, el rinoceronte y el narval.
«La India cría unos caballos que tienen un cuerno, según dicen, y también asnos con un solo cuerno. Con esos cuernos se fabrican vasijas para beber. Y si alguien echa en ellos un veneno mortífero que otro bebe, éste no recibirá daño alguno como consecuencia de las insidias, pues parece que el cuerno, tanto del caballo como del asno, es un antídoto» (Eliano: Historia de los animales)
(Hércules luchando
contra la Hidra,
monstruo de mil cabezas
que más bien tiene
toda la pinta
de un calamar,
con todos los respetos
para ambos)
Los egipcios asociaban al Ave Fénix con el mes de marzo y con el planeta Marte, según un simbolismo específicamente agrario en contraste con el belicoso ámbito griego. Veían en él el renacer que la naturaleza les ofrecía cada primavera remontándose sobre las rojas arenas del ardiente desierto, al igual que este pájaro es capaz de renacer de su propio brasero y emprender el vuelo con sus alas chamuscadas.
No obstante, es del persistente renacer fenicio de donde proviene la leyenda del Ave Fénix (a pesar de su predisposición a negociar con las grandes potencias vecinas, sus ciudades fueron atacadas una y otra vez, logrando siempre remontar, hasta que en el s.-VI los persas acabaron con la gallina-fénix de los huevos de oro), ese pájaro rojo-fuego con nombre de aseguradora, lo cual como que le va muy bien, puesto que Fénix deriva de fenicio. Y fenicio deriva de 'phoinix', palabra griega que significa púrpura o rojo intenso, ya que eran los consumados fabricantes exclusivos de los carísimos textiles teñidos con ese color, el cual obtenían del 'múrex', un molusco pequeño, trabajoso y desagradable de tratar; por este motivo siempre ha sido distintivo de la realeza tradicional y del alto clero, que, siguiendo las enseñanzas de Cristo, sigue sin renunciar a él.
«El fénix está consagrado al Sol, y cuantos han descrito su figura están de acuerdo en que por su cabeza y el color de su plumaje se diferencia de todas las demás aves; sobre la duración de su vida hay varias opiniones. Se habla con mayor frecuencia de un período de quinientos años, pero hay quienes fijan el intervalo en mil cuatrocientos sesenta y uno...
Pues bien, al completar el ciclo de sus años, cuando la muerte ya se le acerca, construye un nido en tierra y le infunde la energía generadora de la que surge su sucesor; se dice que cuando éste se desarrolla se encarga ante todo de sepultar a su padre, y no de cualquier manera; antes bien, coge una carga de mirra y toma sobre sí el cuerpo, lo transporta al altar del Sol y allí lo quema.
Todo esto es incierto y está exagerado en términos fabulosos; por lo demás no se duda de que alguna vez se ve tal ave en Egipto» (Tácito: Anales)
Unicornios, Pegasos, Lamias, Gorgonas, Grifos, Hidras, Cancerberos… racionalizaciones de hallazgos inauditos que siguen adaptando sin ser superados, tan sólo banalizados, por los creadores actuales.
3 El Reino de las Piedras
«La piedra preciosa llamada draconitis o dracontias procede del cerebro de los dragones; pero esta gema sólo se forma si se les corta la cabeza cuando aún están vivos, porque la rabia del animal que se siente morir impide su formación... Se cuenta que los buscadores de esta gema van en carros tirados por dos caballos y, cuando ven al dragón, esparcen medicamentos somníferos, y así le cortan la cabeza cuando está dormido» (Plinio: Historia natural)
Pero, aterricemos. Dijimos al principio que fósil significa "procedente de un foso". Y el latín 'fossa', hoyo, procede de 'fodiare', cavar. Derivados suyos son hozar, hocicar, "remover la tierra con el hocico", humilde tarea animal originaria del hoy tan científico término. Me temo que algo menos científicos resultan otros dos derivados del verbo 'fodere' prácticamente sinónimos entre sí. Aunque ya nos los vayamos maliciando no dejaremos a nadie en la duda: se trata de los castizos multiuso joder y follar. Sus poco románticas similitudes mecánicas no necesitan de más precisiones.
El Primer Diccionario de la Lengua Española (Covarrubias año 1611), en su entrada dedicada al "güeso", que así es como lo escribían los eruditos del s.XVII, tocaba sin saberlo el tema fósil cuando comentaba:
«...Los güesos, por ser materia sólida, se conservan mucho tiempo, de modo que aora en sepulcros de mil y dos mil años se hallan los güesos enteros, y algunos tan deformes que parecen de gigantes...»
Sin embargo, no todo aquello que a toda prisa machaca uno al meter la excavadora, antes de que se enteren los periodistas y los del Patrimonio vengan a paralizarnos la obra, son huesos de dinosaurio o de mamutes lanudos. También se encuentran conchas pétreas, espirales o no, o piedras de diversas configuraciones vegetales. Y llegados aquí y tratándose de piedras ~una vez más a vueltas con el Pisuerga~ no podemos dejar pasar este párrafo sin un acalorado inciso arqueoilógico-especulador:
Tampoco hay que exagerar con el papel desempeñado por el Patrimonio Histórico Artístico o como quiera que ahora se llame el ente oficial "responsable". En las charlas, magníficas, de Hispania Nostra ya nos han informado: Los bienes arqueológicos protegidos están “protegidos” mientras una ordenanza municipal ―un Plan urbanístico, por ejemplo― no disponga utilizar para mejor fin el terreno en el que los “bienes arqueológicos protegidos” están ubicados.
Las Ordenanzas, municipales o autonómicas, tienen un rango superior a los procedimientos del Patrimonio nacional. Así pues, y en aras de intereses superiores ―por ejemplo, la creación de empleo en el sector de la construcción―, en ese momento los “bienes arqueológicos protegidos” se estudian, se catalogan, se documentan, se inventarían… y se vuelven a enterrar definitivamente, cuidadosamente “protegidos”, eso sí, en el magma del interés superior hasta que el Destino vuelva a dictar su inescrutable capricho.
La protección de un bien cultural sólo es real y verdadera cuando tal bien es declarado Patrimonio de la Humanidad. En ese glorioso momento deviene intocable. Hasta entonces no es más que Matrimonio de la Humanidad. Por ejemplo, Numancia. Numancia NO es patrimonio de la humanidad ―¡quién lo diría!―, así pues, en estos momentos las excavadoras ya han hincado el diente al pie del cerro de Garay, en un entorno, el de los campamentos de Escipión que ―vergüenza nacional y Vergüenza de la Humanidad, se trata de Numancia, amigos de Roma― ni siquiera ha sido explorado arqueológicamente aún!
Y ahora, prosigamos. Bajo la influencia de los numerosísimos astrólogos, antiguos, medievales y renacentistas, se llegó incluso a afirmar que los fósiles se hablan originado por efecto de misteriosas fuerzas emanantes de los astros.
En su libro, Fósiles, piedras y gemas, el médico de Zurich, Konrad Gesner, muerto por la epidemia de peste en 1565, puso el nombre de "formas celestes" a los lirios de mar de las aguas tropicales; el de "piedras del trueno" a los belemnites, antepasados extintos de la sepia; a los moluscos fósiles los denominó "piedras marinas", y llamó “piedras judías” a los erizos de mar fosilizados. Este fiel partidario de la doctrina de la "vis plastica" no dejó de señalar que muchos fósiles se asemejaban marcadamente al «sol, a la luna y a las estrellas» (Herbert Wendt, Antes del Diluvio).
Sólo algunos heterodoxos opinaban que debía de tratarse de restos fosilizados de seres vivientes, opinión ésta que contaba con la oposición, no sólo de las autoridades científicas, sino también de las eclesiásticas. Linneo clasificó las "petrificaciones" dentro del "Regnum lapideum" o Reino de las piedras, y creó para ellas una clase especial, la de la 'Fossilia', que puso al lado de las otras dos clases, las "piedras auténticas" y los "minerales".
A lo más que llegaba una mente como la de Leonardo da Vinci ―el cual, no obstante, opinaba que «el agua, humor vital de la máquina terrestre, se mueve a impulsos de su calor natural»― era a imaginar que, tras antiguas inundaciones, el sitio que ocupaban los moluscos o los peces cuando se pudrían, se convertía en un molde hueco que conservaba la forma del animal en la masa sedimentaria. Posteriores inundaciones arrastraban limos de otra consistencia que llenaban el molde anteriormente formado y conservaban la forma exacta de los animales que habían yacido allí.
4 La Sinrazón de la Razón
Otros eruditos consideraron que aquellas formas marinas incrustadas en las laderas de las montañas y en el fondo de los valles continentales habían sido depositadas por las aguas del Diluvio Universal y constituían una evidencia del mismo. Curiosamente esta ingeniosa especulación no fue aprovechada por la Iglesia, que prefirió como doctrina oficial la de la "vis plastica" debido a que ésta procedía de dos autoridades científicas a cuyas enseñanzas y opiniones se aferraba el Occidente cristiano con dogmática inflexibilidad: Aristóteles y su comentarista árabe, Avicena.
(Embriones de perro, conejo, murciélago y humano. Tercera y cuarta semanas de desarrollo. Según Haeckel)
Y es que Aristóteles, tan lúcido por lo demás, había desdeñado en este terreno a sus increíbles compatriotas de tres siglos antes: Jenófanes de Colofón había utilizado los fósiles como prueba de su teoría de los continuos cambios de la tierra. Y Anaximandro de Mileto dedujo de los peces fosilizados que se encontraban en las profundas capas del paleozoico, que los peces eran los más antiguos antecesores del actual mundo animal y que eran también por tanto los antecesores del hombre. Más de dos milenos tardaría la ciencia en recuperar aquella lucidez especulativa.
Pero quizá comprendamos mejor aquellas convicciones acerca de los caprichos de la naturaleza tan arraigadas y duraderas ―y tan coherentes con las creencias en duendes, hadas, brujas y trasgos―, si examinamos la fuente del error, aunque sólo sea parcial y superficialmente. Y es que Platón, cuya mente aristocrática despreciaba profundamente la experimentación y la observación de la naturaleza y todo aquello que supusiera mancharse las manos, afirmaba rotundamente que la razón por sí sola es capaz de llegar al fondo de todos los misterios divinos y humanos, naturales y artificiales. Y desde luego y por supuesto, él no necesitaba levantarse de la poltrona para deducir el origen y formación del universo ¿Cómo se las arreglaba Platón para saberlo todo sin desenrollar un pergamino? Veamos sucintamente las elucubraciones que, expuestas en Timeo o De la Naturaleza, sirvieron como base de partida a la ciencia occidental durante dos mil años:
«Digamos por qué motivo el ordenador de todo dispuso el universo. Él era bueno, y el que es bueno no puede sentir ninguna clase de envidia... Exento de este sentimiento, quiso que todas las cosas fuesen en lo posible lo más parecidas a él mismo... Esta es la razón principal de la formación del mundo... Consecuente con esto puso la inteligencia en el alma y el alma en el cuerpo y ordenó el universo de manera que consiguió una naturaleza excelente y perfectamente bella... Porque Dios, queriéndolo hacer lo más bello y más perfecto posible, hizo un solo animal visible, el mundo, el cual abarca a la vez todos los animales particulares unidos por lazos de parentesco».
Tal insolencia en la afirmación del conocimiento de los gustos y preferencias de Dios, tuvo comido el coco, metido en un puño, hundida la moral y aterrorizado el magín a todo el orbe inteligente hasta hace poco más de doscientos años. Y ello fue debido a que las doctrinas científicas de Platón, que eran las que había mamado Aristóteles, le venían como anillo al dedo a la teocracia cristiana la cual, al igual que aquéllos, prefería la ignorancia al desorden social y al descontrol del "rebaño".
En contra de afirmaciones propagandísticas académicas, «las universidades se habían fundado en la Edad Media no tanto para producir un conocimiento nuevo sino para preservar el antiguo. Eso significaba que por definición el conocimiento estaba en los libros. Lo que uno veía con sus propios ojos no servía. Incluso aunque fuera cierto, no era conocimiento. Los alfareros aprendían sobre la arcilla a través de esa misma arcilla; los mineros y los que trabajaban en las canteras aprendían sobre las rocas de las rocas. Pero los estudiantes, si tenían la más mínima curiosidad sobre esos materiales por lo general se contentaban con lo que podían extraer de las páginas de Aristóteles u otros textos. Ensuciarse las manos con las cosas en sí mismas era inaceptable para los académicos… Incluso en la segunda mitad del s.XVII gran parte de la ciencia seguía pareciéndose a la hechicería…» (Alan Cutler: Una nueva historia de la Tierra).
Pero hasta en el mismo s.XIX tenemos, por ejemplo a un filósofo apellidado Robinet ―por más señas, Jean-Baptiste René de nombre, censor real de Luis XVI, nada menos―, un filósofo con discernimiento autosuficiente para explicar cualquier fenómeno sin necesidad de investigaciones, opinaba que todas las formas minerales y vegetales con semejanzas a partes del cuerpo eran vestigios de los primitivos intentos de la naturaleza por crear al ser humano.
5 Las Ataduras de la Fe
«La traición consiste en la habilidad para dejarse llevar por los acontecimientos» (como se dice en La reina Margot, una película francesa sobre Margarita de Valois y Enrique IV de Francia. La referencia, a lo mejor, no viene al caso, pero hay que reconocer que la cita no tiene desperdicio: Bien por el guionista. El Cine es la Biblia de hoy, y Hollywood su Paraíso).
Y sin embargo, con respecto al tema que nos ocupa, en la Grecia antigua los filósofos naturalistas anteriores a Sócrates creían casi sin excepción en la evolución de la vida, aunque cómo se imaginaban esta evolución sea difícil de conjeturar. Más con Aristóteles desaparecieron las creencias evolucionistas de la filosofía de la naturaleza, imponiéndose en su lugar el dogma de la inmutabilidad de las especies.
La nueva teoría rezaba así: "todos los seres vivos han surgido en virtud de un acto de generación único y con la misma forma que actualmente tienen; no hay transición de una especie a otra ni mucho menos de los organismos inferiores a los superiores".
Y la Iglesia le siguió con los ojos cerrados. (Derecha, dragón heráldico de los Valois)
Hacia 1700 alguien como Leibniz ―un cerebro sólo comparable al de su rival y coetáneo Newton― decía sobre estos asuntos:
«En los tiempos en que el Océano lo cubría todo, los animales que hoy habitan en tierra eran animales acuáticos, los cuales, al retirarse el elemento húmedo, se fueron convirtiendo poco a poco en anfibios para acabar desligándose en su descendencia de la patria primitiva... Pero tal cosa está en contradicción con las Sagradas Escrituras, y cualquier desviación de ellas es pecaminosa».
Ante tal poder de lo místico no es de extrañar que el descreído pero informado Voltaire opinara irónicamente al respecto que los fósiles de crustáceos tenían que ser diferentes tipos de veneras compostelanas perdidas por los peregrinos camino del Finisterre, Roma o Palestina.
Tan dramáticos como inmensos han sido los afanes y disgustos que padecieron los investigadores para conciliar los descubrimientos de su razón con la Biblia o con el Olimpo, y poder de alguna manera decir su verdad sin traicionarse. Como un caso entre miles, merece la pena rememorar la curiosa utilización del arca de Noé por parte de los primeros partidarios de la evolución de las especies, filosofía que acabaría imponiéndose a duras penas con Darwin. Según es narrado por Herbert Wendt:
«La Biblia decía que, por indicación de Dios, Noé había salvado del diluvio universal a una pareja de cada especie animal. Si a alguno se le ocurría poner en duda la permanencia de las mismas especies creadas originalmente, lo que debía evitar por todos los medios eran las dudas acerca de Noé y su jardín zoológico flotante. Así, pues, algunos hombres avispados se dieron cuenta en seguida de que precisamente la leyenda de Noé podía tornarse en prueba contundente de la veracidad de la idea evolucionista. El primero que expresó tal opinión fue, lógicamente, un experto navegante, sir Walter Raleigh, el cual, en una historia universal en cinco tomos expresó la suposición de que en el arca sólo podían haber cabido y ser salvados por Noé los animales del mundo antiguo. Los animales del mundo nuevo, en cambio, tenían que haberse desarrollado después a partir de estas especies del mundo antiguo». (Tras las huellas de Adán).
Gran almirante, Raleigh, favorito de Isabel I ―bautizó las tierras de Virginia en honor de "la reina virgen", película a la cual debemos toda nuestra cultura popular sobre la época―, además de pirata, corsario y descubridor británico.
Cuando Raleigh cayó en desgracia ante la reina, ocupó los trece años de reclusión en la Torre de Londres, entre 1603 y 1616, escribiendo su obra científica, además de los infinitos temas líricos destinados a camelar a su amada reina, cosa que al fin consiguió, aunque de poco le serviría:
En 1616, antes de terminar su obra, fue puesto en libertad para dirigir una expedición destinada a encontrar El Dorado, que se enmascaró bajo la apariencia de un proyecto de colonización. que terminó en un ostensible fracaso.
Al volver a Inglaterra fue acusado de piratería y ahorcado en 1618. Una viva muestra del fino humor inglés. "Dios salve a la reina", que dicen los ajedrecistas.
De hecho, al Pleistoceno, "primera época del período Cuaternario, caracterizado por el desarrollo de un período preglacial, cuatro glaciaciones y tres períodos interglaciales", se le ha llamado "tradicionalistamente" Período Diluvial y todavía se acostumbra hoy llamar "antediluvianas” a las criaturas de las pasadas épocas de la tierra.
Digamos, ya puestos, que realmente el término diluvio no está relacionado con la lluvia, en contra de lo que su similitud acústica lleva a esperar, sino con el lavado. Diluvio deriva del verbo latino 'diluere', diluir, desleír, disolver, el cual a su vez deriva de 'lavare', lavar; mientras que lluvia deviene de 'pluere' ―'plovere', en latín del populacho―, de donde sale la lluvia y todo lo pluvial.
A nosotros hoy, la imagen de Noé embarcando dinosaurios nos puede parecer sumamente divertida, pero no deja de ser una lamentable muestra del tremendo despilfarro de inteligencia desperdiciada en la poco científica aventura de salvar el pellejo.
Pero de este celo en defensa a muerte de los conceptos religiosos sobre los racionales no se libraron ni siquiera los antiguos griegos, gente marinera que se movía a su aire, lejos de las miradas de los sacerdotes y con mucho tiempo para pensar y discutir, y que contaba, además, con los precedentes de las andaduras fenicias y cretenses:
«Empédocles, especie de Fausto griego que funda la teoría de los elementos y bosqueja una teoría casi darwinista del origen de las especies, murió desterrado por motivos políticos.
Anaxágoras, el primero que imaginó que el mundo había surgido del torbellino de una nebulosa primitiva, fue juzgado por incrédulo, y sólo gracias a la intervención de Pericles se libró de la sentencia capital.
Los sesenta escritos de Demócrito fueron pasto de las llamas por orden de la censura, a pesar de que sólo contenían una imagen científica del mundo, desde la fisiología hasta la teoría de los átomos; en ellos el padre del materialismo aparece como predecesor genial de todos los grandes físicos, desde Galileo y Newton, Dalton y Faraday, hasta Bohr y Einstein.
Y cuentan, por cierto, que fue Platón quien provocó esta quema de libros, la primera de toda la historia de la cultura». (Herbert Wendt, Tras las huellas de Adán; izquierda, Muerte de Empédocles, de Daniel Lezama).
Los griegos, como de costumbre, tenían la palabra correcta para un diluvio como Dios manda: 'kataklismós', inundación, diluvio, el verdadero cataclismo que los antiguos ―también está en latín― reservaban para los efectos devastadores del agua, de "las aguas" ―a diferencia de la catástrofe, para ellos, devastación intencionada, del griego 'katastrépho', subvertir, destruir―, y que hoy, incultos de nosotros, hacemos sinónimo de hecatombe, término con que los griegos designaban un tipo especial de ritual religioso: el "sacrificio de cien reses vacunas", 'hekatómbe', compuesto por 'hekatón', cien, y 'bus', buey. El ganado mayor era el recurso más preciado entonces, así que una ofrenda de tal magnitud verdaderamente tenía que estar destinada a conjurar una tremenda desgracia, una auténtica hecatombe.
6 La España Fósil
En el peculiar caso de España, donde las ideas de la Ilustración habían sido rigurosamentecensuradas, ocurría que en la misma época en que la Europa transpirenaica de Buffón, Lamarck y Cuvier discutía acaloradamente acerca de creaciones, evoluciones y fósiles ―los cuales, en el peor de los casos, se vendían pulverizados en las boticas como remedios caros contra multitud de dolencias―, en esta tierra de María Santísima un erudito como Ignacio López de Ayala, catedrático de Poética en el Colegio de San Isidro de Madrid, miembro de la Academia de la Historia, y censor de los teatros madrileños, escribía en su Historia de Gibraltar, 1782, de aquesta asombrada guisa:
«Había peñas que tenían pegados e incorporados huesos humanos i tan asidos a ellas que causaban admiración; por que con mucha dificultad se despegaban de la peña con una punta de daga. No estaban las piedras labradas en forma de sepulcro, sino mezclados los huesos i trabados irregularmente con ellas...»
Como posteriormente se pudo comprobar, si los hallazgos de Gibraltar hubieran tenido un entorno cultural más acorde con el existente en el para nosotros lejano continente europeo, hoy el Homo neanderthalensis, sería conocido como Homo calpensis, es decir, no hablaríamos de los neanderthales sino de los gibraltáridos, o algo así, ya que sus primeros fósiles fueron localizados en Gibraltar diez años antes que los del valle del río Neander, en Düsseldorf, de 1856. Naturalmente, tales restos fueron hallados durante las obras de fortificación llevadas a cabo por los británicos en el peñón. Pero con una religión menos celosa los comentarios publicados por López de Ayala hubieran llamado la atención de mucha gente aficionada, como la había por ahí fuera, y que había sido protagonista de la mayoría de los hallazgos estudiados después por los "sesudos académicos".
(Furias)
Sin ir más lejos, el sesudo prologuista de la edición española del Tras las huellas de Adán, de Wendt, el profesor Gómez-Tabanera, de la U. de Madrid, culpaba a la envidia de los vecinos del desconocimiento de "nuestras maravillas prehistóricas, que, por lo demás, han sido divulgadas por escritores indígenas poco o apenas leídos". Según él: "no hay que olvidar que aún se dan casos en que los vecinos se callan las cosas cuando del examen de éstas resulta que los españoles poseemos una mayor aptitud, y hasta alcanzamos cierta prioridad, en determinadas observaciones científicas o místicas". Tras esta exhortación de corte cómico-racista, se duele del desconocimiento de una figura como Celestino Mutis. Bien. Efectivamente, José Celestino Bruno Mutis y Bosio ―nacido en Cádiz (España) el 6 de abril de 1732 y fallecido en Santafé de Bogotá (Colombia), el 11 de septiembre de 1808―, fue un gran científico y eclesiástico español que desplegó una enorme actividad durante el reinado de Carlos III, que fue asiduo corresponsal de Linneo sobre flora ecuatorial y que, según declaraciones del mismísimo Humboldt, poseía la mejor biblioteca botánica que había visto, con la única excepción de la de Joseph Banks en Londres.
Sin embargo, si bien la restauración de Fernando VII arrasó, también, las actividades de fray Celestino y su escuela ―entre otras, la fundación del observatorio de Bogotá, estudios sobre las vacunas, sobre la quinina, las explotaciones mineras...―, se puede decir que ha llovido lo bastante desde entonces como para que cause bochorno nacional constatar que, según las últimas enciclopedias digitales (Micronet 2004): "...Los materiales de su obra monumental titulada Flora de Santafé de Bogotá o de Nueva Granada, permanecen aún inéditos, archivados en el Jardín Botánico de Madrid. Es una obra de grandes dimensiones y de enorme valor científico, con miles de dibujos de plantas todavía no reconocidas..."
Por supuesto, tanto en este caso de fray Celestino Mutis, como en el de otros ―Novoa Santos o Sales y Ferré― bastante menos clamorosos que cita el prologuista, nuestro desconocimiento ―real y garrafal por otra parte― es seguro que estriba en la "envidia de los vecinos". Faltaba más.
3 comentarios:
Afortunadamente, un tribunal acaba de anular el plan salvaje de Soria II que afectaba a Numancia y su entorno. Me ha encantado esta entrada, aunque tendré que volver a leerla con calma, porque hay tanta información que tu página es de consulta. Y me alegra saber que los fenicios llevaban gatos en sus naves, pues precisamente uno de ellos, Sirio, acompañó a la reina Dido y su hermana Anna en la novela "Dido reina de Cartago"... Besos.
Me complace enormemente tu seguimiento de este blog con el que intento poner un entorno "terrenal" y prosaico a blogs tan de altura tan líricos dentro de su realismo y tan inspiradores (doy fe) como el tuyo o el de Antonio Martín o el de las Dames y Madames que te acompañan (seguro que hay varios más que me pierdo pero no doy más de sí de momento). Vosotros ponéis el primer plano y yo busco el ambiente a pie de calle.
Vi los videos de tu presentación, elocuentes sencillos y llanos como corresponde a la gente de espíritu y fondo. Ya tengo encargado tu Dido y he de pasar a recogerlo. Seguro que tu inspiración superará con creces mi información. Como siempre. (Como ves, mi tendencia al desparrame es crónico).
Muchos besos
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